Editorial
¿Qué ves?
Por Gonzalo Arias
No solo empresarios, Wall Street e inversores extranjeros, sino también el propio FMI, vienen planteando la gran incógnita de la gobernabilidad.

Cuando el gobierno nacional creía haber cerrado una semana con saldo positivo, tras una primera reunión del Jefe de Gabinete y el Ministro del Interior con los mandatarios provinciales que había mostrado la buena predisposición tanto de Nación y provincias para dejar atrás un conflicto que parecía seguir escalando, y que incluyó la inesperada posibilidad de reflotar el corazón de la "Ley de Bases", un escándalo desatado durante el fin de semana salpicó al propio presidente.

Como mínimo, un error no forzado que impactó de lleno en el corazón del relato de "austeridad" y de combate a las prácticas de la "casta". Un error que se magnificó no solo porque días antes el propio presidente había fustigado con dureza a los legisladores nacionales por el aumento dispuesto por los presidentes de ambas cámaras (obviamente, oficialistas), forzando asimismo la decisión de retrotraerlos, sino por el evidente mal manejo de la crisis desatada por el aumento del sueldo del propio presidente y sus ministros, tanto desde el punto de vista político como comunicacional.

Negación de lo evidente, luego intento de asignar responsabilidades a quien firmó un decreto hace 10 años, pasando por alegar desconocimiento con lo que había firmado, para finalmente anunciar la derogación de la norma que disponía expresamente el "enganche" de los salarios de los funcionarios con la paritaria estatal, y con el curioso pedido de renuncia al Secretario de Trabajo, pese a quien debió haber revisado exhaustivamente el decreto es la Secretaría Legal y Técnica. Todo ello demostrando permanentemente una incapacidad manifiesta para explicar lo sucedido, una condición fundamental para gobernar en tiempos de crisis, a tal punto que hoy suele decirse que en gran medida "gobernar es explicar".

Lo cierto es que lo acontecido, pero más aún la reacción visceral del propio Milei y sus adalides de la viralización, amenazan con revitalizar el conflicto político en momentos en que el gobierno nacional necesita reordenar prioridades y recalibrar el rumbo político.

Si bien está claro que el propio Milei ha hecho del conflicto permanente, de las constantes diatribas y del antagonismo constante con la casta, y que ya ha afirmado en repetidas ocasiones que no necesita ni del Congreso ni de los políticos (en los que incluye también muchas veces a los moderados y dialoguistas) para avanzar en su plan económico, en las últimas semanas se escucharon varias voces que, aun apoyando el rumbo del gobierno, alertan sobre la sostenibilidad política y social del plan económico.

No solo empresarios e inversores locales, analistas y calificadoras de riesgo con ascendencia en Wall Street, inversores extranjeros y grandes empresas de capital transnacional (como quedó en evidencia en la apertura del foro anual de AMCHAM), sino también el propio Fondo Monetario Internacional (FMI), vienen planteando la gran incógnita de la gobernabilidad.

En este marco, la convocatoria a los gobernadores es para el propio gobierno una necesidad, más allá de que Milei se empecine de seguir mostrando simbólicamente su desprecio por conceptos como "dialogo" o "consensos" (por ejemplo, no asistiendo al conclave), a los que suele equiparar con "corrupción" y "curros" propios de la casta. Por ello, en el relato presidencial, como Milei dejó en claro el discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, no se trata de un repentino giro dialoguista, sino una nueva (y última) oportunidad para la casta.

Sin embargo, más allá de la narrativa presidencial, y en línea con las "alertas" con respecto a la gobernabilidad, sería casi suicida para Milei boicotear la posibilidad cierta de avanzar con relativa rapidez en un conjunto de reformas mucho más acotadas que las planteadas originalmente en la "Ley Ómnibus", pero muy importantes para contar con herramientas imprescindibles para encarar los próximos tres meses, que se avizoran como los más complejos. Y si ello implica la búsqueda de un mecanismo viable y consensuado de distribuir las cargas del ajuste fiscal entre la Nación y las provincias, es sin dudas un precio que el gobierno debería pagar a cambio de no resignar su programa económico.

Los tres meses que faltan hacia la meta simbólica que puso Milei para el Pacto de Mayo serán traumáticos en términos sociales. La recesión ya golpea en la industria y la construcción, y el comercio minorista se desmorona. Los salarios reales cayeron a niveles de 2005, la aparición de problemas de empleo es inminente, y todavía los bolsillos no experimentaron aún el impacto del aumento en los servicios públicos. En este contexto, con un gasto social que ha caído casi un 30% en la comparación interanual, con transferencias a las provincias que cayeron a casi 83% en el mismo periodo, y una caída del 80% de la inversión pública, surgen grandes interrogantes respecto a la propia capacidad estatal para garantizar servicios básicos. En otras palabras, difícilmente pueda sostenerse mucho más en el tiempo está política fiscalista que busca eliminar el déficit con una combinación de licuadora, motosierra y ajuste fiscal.

Así las cosas, el aún muy lejano "Pacto de Mayo" no solo tiene por objeto escenificar el final del camino del consenso iniciado el viernes pasado con los gobernadores, sino fundamentalmente ofrecer un nuevo horizonte temporal para las expectativas de una sociedad que, pese al brutal ajuste, viene sosteniendo los índices de popularidad de Milei. La apuesta, como lo indica la experiencia del gobierno de Macri con la ya tristemente célebre apelación al "segundo semestre" y la "lluvia de inversiones", es muy riesgosa sino se tienen resultados concretos que mostrar en la micro.

Parafraseando al propio presidente cabria hacerle al gobierno una pregunta tan simple como inquietante: ¿la ven?.

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