Editorial
Poder de policía e imprevisión urbanística
Por Alfredo Silverio Gusman
El apogeo de la construcción inmobiliaria y la responsabilidad de la gestión estatal para articular el interes privado, maximizar la rentabilidad, y el público, preservar la calidad de vida. La ausencia de políticas de planificación y el crecimiento indiscriminado de la edificación.
La tutela de la seguridad y estética edilicia es una competencia significativa que incumbe a las autoridades locales, cuya importancia se ha visto incrementada desde la salida del régimen de convertibilidad y el apogeo de la construcción inmobiliaria, a la cual se destinó buena parte de los ahorros que, con anterioridad, se canalizaban a través del sistema financiero.

A la problemática del crecimiento urbano, común a cualquier metrópoli, se le agregó que los bienes raíces pasaron a ser la plaza más interesante para las inversiones. Los actores de ese mercado, en no pocos casos, priorizaron las utilidades previstas por sobre la calidad, armonía ornamental y seguridad de las viviendas resultantes, escenario en el que las respuestas de las políticas públicas no siempre fueron lo oportunas y eficaces que la comunidad esperaba.

En ejercicio de su poder de policía, la gestión estatal debería haber articulado mejor el interés privado del constructor, que busca maximizar su rentabilidad, con el interés público de preservar la calidad de vida de los vecinos; y al presentarse tensión entre ambos intereses, dar prevalencia a éste último.

En nuestra urbe, hay que añadir la dificultad suscitada por la concentración demográfica propia de las grandes capitales, complejidad universal que se percibe con especial nitidez en Latinoamérica. Una ciudad densamente poblada, requiere que sus normas de usos del suelo eviten que ciertos edificios se adueñen del aire, la luz y el sol, para lograr que esos dones de la naturaleza indispensables accedan al interior de las moradas y a las vías públicas, sin agentes contaminantes.

En la Ciudad de Buenos Aires, el instrumento previsto por su Constitución –el Plan Urbano Ambiental, incluido en el art. 27 y reglamentado por las leyes 71 y 2930-, no resultó más que una serie de declaraciones genéricas; respecto de las cuales, por cierto, difícilmente se pueda estar en desacuerdo (ciudad integrada, policéntrica, plural, saludable, diversa), pero desprovistas de medidas concretas, o al menos estrategias, para llevarlas a cabo.

El resultado de toda esta suma de factores fue el crecimiento indiscriminado de la edificación; lo que siquiera trajo aparejado un mayor equilibrio entre las distintas zonas, porque las mayores inversiones se destinaron a los barrios en donde mejor cotiza el metro cuadrado en el mercado y que no contaban con una adecuada regulación que los proteja. No pocas residencias admirables desde una perspectiva arquitectónica y estética, fueron demolidas para dar lugar a “pozos” en los que florecieron estructuras estandarizadas de bajo costo (en cuanto a la inversión inmobiliaria, mas no en cuanto al valor de venta de la propiedad).

Algunos episodios trágicos de un tiempo a esta parte, incluso con ribetes fatales, testimonian la objetividad de las reflexiones que acabo de brindar. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a raíz de derrumbes que originaron consecuencias luctuosas, recién a partir de fines de 2010, con la entrada en vigor de la Ley 3562, se estableció la obligación de inspeccionar toda obra en construcción durante las etapas de demolición y excavación, sin perjuicio de las que correspondan durante la ejecución. En forma reciente, ante la poca incidencia que tuvo la aplicación de esa norma, fue derogada por la Ley 4268, que en lo sustancial, modificó el numeral 2.2.1.8. del Código de Edificación, exigiéndose además de las inspecciones en las etapas ya contempladas, otras obligatorias según las distintas fases de la obra.

De la construcción incardinada y desordenada, derivaron inconvenientes de toda índole que impactan en diversos planos: saturación de los servicios públicos –en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, recién en 2007, con la sanción de la Ley 2359, comenzó a exigirse un certificado de disponibilidad de servicios públicos-, problemas en el tratamiento y deposición de los residuos, caos vehicular y colapso del transporte público y particular, polución ambiental y sonora, insuficiencia de desagües pluviales, reducción de espacios verdes, etc. Algunas de estas debilidades recién son perceptibles en el mediano plazo, tal como ocurrió con la fuerte e inusual precipitación de abril del año en curso, que originó una nueva tragedia provocada por inundaciones, en este caso con fuerte impacto social, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y, sobre todo en la ciudad de La Plata, que también había sufrido el embate de la especulación inmobiliaria.

Más allá de las decenas de víctimas humanas –lo más doloroso, por cierto-, ahora el Estado, en sus distintos niveles gubernamentales, debe asumir el sobrecosto de la ausencia de una política de planificación y encarar, sin más demoras, obras de infraestructura impostergables para prevenir otra desgracia. Lo reclama el derecho constitucional (art. 41) a vivir en un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de generaciones futuras.
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  • 1
    16/09/13
    23:57
    Estoy de acuerdo y a ello sumo la falta de gas y electricidad en la distribución domiciliaria, como consecuencia de la discriminación de construcciones nuevas. Algo que se debiera exigir anualmente es una verificación del estado de la red de gas en los edificios y sobretodo PH antiguos. Así como se exige la limpieza de tanques de agüa y la verificación y seguros de ascensores.
    Responder
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