Editorial
Hacia un nuevo sistema político
Por Jorge Raventos
La Casa Rosada está agitada por vientos cambiantes. Por momentos la Presidente avanza, lanza en ristre, y embiste contra molinos de viento o se empeña en comparaciones que la dejan mal montada, en otros casos se muestra resignada y parece dar por sentado que será reemplazada por gente de otro palo. 

La señora dicta tweets combativos y hace emitir comunicados inauditos, como el que el domingo 18 tuvo que suscribir el secretario general de la Presidencia, Marcelo Parrilli, antes aun de que finalizara el programa de tevé que conduce Jorge Lanata. Con tono panfletario y horrible sintaxis, Parrilli defendió allí a la Presidente de pecados que no le habían sido imputados (trasladar fondos vidriosos al paraíso fiscal de las Islas Seychelles) y calló o dio explicaciones pueriles acerca de preguntas relevantes: ¿por qué viajó la señora de Kirchner a ese lugar, por qué el decreto suscripto por ella se publicó con dos meses de demora en el Boletín Oficial? En suma, ¿por qué tanto misterio, tanta bruma y tanta alteración para tratar esa extraña escala de un largo viaje de la Presidente?

Son, sin duda, jornadas nerviosas los que sucedieron al domingo 11 de agosto. La señora de Kirchner no sabía, no concebía o no quería creer lo que las urnas iban a decirle ese día y que ya anticipaban las encuestas y la atmósfera social.

El lado de la sombra

Desde ese momento y hasta aquí las cosas no han mejorado, precisamente. Ya hay encuestas que miden el paisaje de la opinión pública a dos semanas del comicio: si las elecciones fueran hoy, en la provincia de Buenos Aires Sergio Massa obtendría 40 puntos (5 más que en las PASO) y la distancia que lo separaba de Martín Insaurralde se habría ampliado a once puntos.

Ante la conducta porfiada y errática de la Casa Rosada, muchos de los que integran la coalición oficialista se preparan para lo peor, se conforman con que la derrota de octubre -que dan por segura- no sea tan catastrófica como la que insinúan esas encuestas o inician las operaciones de traslado al eje que se empieza a dibujar a partir de la figura de Sergio Massa. Otros, se preocupan por la posible ingobernabilidad.

Esta semana hubo dos grandes vidrieras para observar cómo se mueven las fuerzas en presencia. En Río Gallegos la Presidente armó su escenario y monologó durante más de la mitad de la reunión a la que asistían dirigentes industriales, de entidades financieras y comerciales y de las centrales sindicales oficialistas. Aunque el gobernador Daniel Peralta, actualmente adversario del kirchnerismo, no fue invitado, todos fueron testigos del anuncio de una costosísima doble obra pública en la provincia de Santa Cruz cuya transparencia y eficiencia están en discusión. En cualquier caso, los asistentes no perturbaron con críticas ni objeciones el razonamiento presidencial: se contentaron con no ser destratados. Tampoco hubo los anuncios que algunos imaginaban: la Presidente demora decisiones referidas a la baja del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias (un reclamo de todos los nucleamientos sindicales), porque quiere que los recursos lleguen de otras fuentes, nunca de una reducción del gasto del Estado central (gasto que sigue incrementándose).

De todos modos, incluso en esa árida foto patagónica podían rastrearse las pistas del fin de ciclo, entre otros datos por la sombría mención presidencial al “próximo gobierno”.

Las otras puertas

Un día más tarde, en Buenos Aires las señales brotaban con mayor notoriedad de distintos escenarios. Uno, la reunión en el Hotel Alvear del Consejo de las Américas que preside la estadounidense Susan Segal. En otras ocasiones ese espacio se abrió amable o interesadamente a los discursos oficiales. Esta vez, lo que allí se vió fue una primera postal del poskirchnerismo y, si se quiere, el bosquejo de un nuevo sistema político.

Los medios subrayaron en el discurso de Daniel Scioli, que el gobernador daba por terminado el período kirchnerista. Cierto. Pero sus palabras (“este Gobierno tiene que terminar lo mejor posible para que después, la dinámica de la democracia pueda seguir proyectando a Argentina hacia un mejor futuro”) daban un mensaje mucho más amplio. Consentían, por un lado, las sospechas de ingobernabilidad de muchos analistas (sus dichos admiten que el gobierno podría no terminar “lo mejor posible”) y piden a todos los actores –sin excluir al propio oficialismo- un esfuerzo para evitar un fin accidentado. En suma, sugieren una transición en la que se produzcan “los cambios que haya que hacer”, trabajando “sobre la coincidencias”.

Siginificativas como evidentemente son las expresiones de Daniel Scioli, cabe agregarles el aporte de otra figura instalada en la coalición oficialista: el gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, postuló la creación de un “ambiente necesario para incrementar las políticas de desarrollo” (las inversiones) y dio por ejemplo la necesidad de “restablecer las condiciones para actuar con el Club de París”. Es decir, pagar.

Se trata de mensajes que se desvían de la prédica habitual del “relato” y del “modelo” e indican que, aunque todavía no se han producido cambios formales y mientras las instituciones esperan a las urnas de octubre, el proceso político ya está anticipando nuevos rumbos.

En la misma vidriera del Consejo de las Américas, el ingeniero Miguel Galuccio insistió en ese rumbo. Emulando el tono con el que Ernesto Guevara proponía “crear uno, diez, cien, mil Vietnam”, el CEO de YPF reclamó “muchos más Chevron en la Argentina”, es decir, inversión y tecnología privadas, tanto nacional como extranjera, porque “sin socios no habrá autoabastecimiento energético”. La apuesta de Galuccio se aparta de la lógica del discurso K y supone una crítica práctgica a la política energética que en estos diez años condenó al país a convertirse de exportador en importador neto de petróleo y gas.

En los hechos esos auspiciosos mensajes surgidos de distinguidos exponentes de la coalición oficialista convergen con lo que plantearon en el panel del Consejo de las Américas voceros antikirchneristas como Massa, Mauricio Macri, Francisco De Narváez o Margarita Stolbizer. Todos pidieron inversión, todos pidieron racionalidad, todos pidieron reinserción internacional, todos pidieron diálogo y coincidencias.

En esta columna hemos señalado la necesidad de la reconstrucción del sistema político argentino, “un sistema estable, apto para gobernar una nación que se adapte a esta etapa del mundo, un sistema político sólido, representativo, flexible, eficaz, capaz de articular las necesidades de corto plazo con las políticas de largo plazo y los objetivos estratégicos, en condiciones de producir la interfaz que conecte las demandas de los distintos sectores con la acción de gobierno y la gestión del Estado”. Desde esa perspectiva (la necesaria edificación de un sistema político para afrontar, en principio, la transición), la circunstancia de que el gobernador de Buenos Aires haya quedado como figura saliente del peronismo que permanece en la coalición oficialista es, si se quiere, una buena noticia. La previsible crisis oficialista después de una derrota electoral en octubre requerirá que de ese lado haya interlocutores representativos y equilibrados con quienes se pueda hablar y apuntalar las soluciones institucionales. Los gobernadores y jefes territoriales que la semana próxima se reunirán en Corrientes no quieren que la intemperancia de la Casa Rosada o la calenturienta inexperiencia de sus bien pago funcionariado juvenil les impongan un éxodo jujeño. La sociedad en su conjunto no quiere ni sufrir sobresaltos provocados a raíz de un resultado electoral, ni postergar los cambios que la Argentina necesita.

Las crisis muchas veces ayudan a que las cosas se ordenen.

Las fuerzas políticas no K (incluyendo a mucho peronismo que todavía integra la coalición oficialista) ya tienen un grado de diálogo racional importante. Y las coincidencias empiezan a transparentarse. Un sistema se insinúa en el paisaje. Para eso fue muy útil la reunión del Consejo de las Américas.

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