Una vez más López Obrador, con sus gestos, queda alieneado con manadatarios de corte autocrático. |
Si alguien no tiene claro porqué al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador le sale urticaria y realiza una fuga retórica cada vez que le preguntan su opinión y posición sobre una acción ilegal que violente la democracia, hará bien en revisar el común denominador entre los lÃderes a los cuales regularmente, con su silencio, apoya. Lo hizo con Donald Trump en 2020 cuando animó a una pandilla de extremistas de derecha a asaltar el Capitolio para descarrilar la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales. Y hace un año, cuando Vladimir Putin ordenó a sus tropas invadir Ucrania.
Lo ha repetido ahora con Daniel Ortega, que la semana pasada expulsó del paÃs a 94 nicaragüenses, algunos de ellos compañeros de armas durante la Revolución Sandinista, y otros cuyo papel fue instrumental para conseguirle apoyos polÃticos y militares a los guerrilleros en el mundo, y transitar hacia un nuevo paÃs tras el derrocamiento de Anastasio Somoza, calificándolos de "traidores". En su habitual conferencia de prensa matutina, cuando le preguntaron el martes si condenaba la violación a los derechos humanos en Nicaragua, respondió evasivamente: "Vamos a desayunar ya".
Ortega, Trump y Putin, como el presidente de Cuba, Miguel DÃaz-Canel, a quien recién condecoró y le regaló dinero, o el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a quien ha protegido polÃticamente, son autócratas. Son lÃderes que imponen su voluntad personal por sobre todas las cosas, incluida la Ley. Están al otro lado de la geometrÃa polÃtica con respecto a la democracia, una palabra que, sin embargo, está en el lenguaje común de ellos. Igual que López Obrador, que siempre dice que es un demócrata, pero se comporta como un antidemócrata en la cruzada iliberal, el fenómeno dominante en la polÃtica global hasta hace unos dos años.
Un multicitado ensayo en la revista The Atlantic, con una historia editorial de izquierda, escrito por un conservador, David Frum, que redactó discursos para el presidente George W. Bush, describe a López Obrador como un presidente "errático y autoritario", decidido a liquidar una democracia liberal multipartidista, atacando a la institución que la ha sostenido, el Instituto Nacional Electoral.
El INE, como se le conoce, nació como resultado de la crisis postelectoral en 1988 y como una necesidad del gobierno del entonces presidente Carlos Salinas, para legitimarse internamente y crear las condiciones para poder integrar México al mundo, mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Las elecciones pasaron primero del control del gobierno, a un ente autónomo encabezado por un funcionario federal, a una institución ciudadana que ha ganado respeto en el mundo.
López Obrador quiere desmantelarlo y que las elecciones regresen, de manera simulada, al control del gobierno. Una reforma electoral propuesta por él, llamada el Plan B, que pretende concretar ese asalto al órgano electoral, es motivo de debate hoy en dÃa en México, que muy probablemente terminará en la Suprema Corte de Justicia para determinar si esa iniciativa presidencial, es anticonstitucional.
Su decisión de aniquilar ese órgano electoral autónomo como se le conoce hasta ahora, es una de las acciones que ubican a López Obrador cada vez más en el lado de los autócratas. Pero la última, donde ha quedado expuesto tal como es, es su silencio sobre las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, donde se ha negado a condenar a Ortega. No ha estado solo en esa posición dentro de los paÃses de América Latina, que en general han optado por el silencio, como Brasil y Colombia, pero ha contrastado con el caso de Chile, donde el presidente Gabriel Boric, emanado de la izquierda, condenó las actitudes dictatoriales de Ortega.
López Obrador ha recibido crÃticas en México de todos los frentes internos. En el sector externo, el foro que se conoce como Iniciativa Democrática de España y las Américas, integrado por una veintena de expresidentes de derecha, entre los que se encuentran los mexicanos Felipe Calderón y Vicente Fox, que censuraron el silencio de las naciones latinoamericanas frente a las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua, enfocaron su crÃtica a López Obrador.
No debe sorprender. Ni a Luis Inazio Lula da Silva ni a Gustavo Petro, presidentes de izquierda, se les reconoce como autócratas. DÃaz-Canel, Maduro y Ortega, son casos claros de despotismo dictatorial. López Obrador no es visto como un polÃtico de la izquierda democrática, sino que sus tendencias se acercan más al segundo grupo. No ha podido lograr lo que existe en Cuba, Venezuela y Nicaragua, por la resistencias de una arquitectura democrática construida por casi 30 años, pero existe claramente la creciente preocupación dentro y fuera del paÃs, que en el escaso año y medio que resta de su gobierno, pueda concluir su ataque a la democracia liberal mexicana y empujar el paÃs al autoritarismo.
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