Editorial
Tiempos violentos: un llamado a la razón
Por Agustín G. Labombarda
En un juicio oral que se encuentra en trámite ante la justicia federal, el Tribunal interviniente dispuso prohibir a dos de los acusados la utilización de cualquier dispositivo electrónico.

De manera reciente, las crónicas judiciales dieron cuenta de que, en el marco de un juicio oral que se encuentra en trámite por ante la justicia federal (penal) de nuestro país, el Tribunal interviniente dispuso prohibir a dos de los acusados la utilización de cualquier dispositivo electrónico (v. gr., teléfono y/o computadora) durante la realización del debate. Para quienes no se dedican a la práctica del derecho, adelanto que se trata de un suceso, sino inédito, extremadamente poco común.

Según trascendió en medios periodísticos, la circunstancia que condujo a esa decisión fue la presentación de una nota -breve, de una carilla- dirigida al Tribunal, suscripta por el director de la unidad penitenciaria en la que se encuentran detenidos con prisión preventiva dichos acusados, en la cual el funcionario aludido exteriorizó su parecer en cuanto a que "el uso de dispositivos electrónicos durante las audiencias representa un riesgo, para la seguridad de todos los involucrados", a la vez que "los imputados podrían utilizar los mismos para comunicarse con el exterior y tener acceso a información confidencial, realizar todo tipo de transacciones, cometer u organizar actos de violencia". Y finaliza: "[p]or ello, el uso de dispositivos electrónicos podría interferir con el desarrollo de la audiencia de debate representando un riesgo permanente a la seguridad y al normal desarrollo de la audiencia". Allí concluye la misiva. Anticipo al lector, entonces, que no existe ningún otro fundamento que haya omitido transcribir; en efecto, la nota citada no brinda ninguna razón concreta, mucho menos alguna evidencia, que permita dar algún sustento al "riesgo" al que alude el funcionario penitenciario.

Tal es el hecho que motiva la presente columna de opinión: una prohibición para que el acusado pueda valerse de cualquier dispositivo electrónico durante el juicio en el que se discutirá su inocencia o culpabilidad, justificada únicamente en la mera aseveración efectuada por un funcionario de seguridad en cuanto a que el uso de tales dispositivos representaría un "riesgo permanente a la seguridad".

Considero lo sucedido como un motivo de grave preocupación para la ciudadanía. Sin intención de profundizar en cuestiones técnicas propias de la ciencia jurídica, los reparos que tengo para ofrecer abarcan, como mínimo, tres dimensiones. Veamos.

En primer lugar, el derecho de defensa en juicio -que forma parte del debido proceso y se encuentra consagrado en el art. 18 de nuestra Constitución Nacional, a la vez que en tratados internacionales de derechos humanos asumidos por nuestro país-, implica la facultad que toda persona tiene para contar con el tiempo y los medios necesarios para ejercer su defensa en todo proceso donde se vea involucrado. Como contrapartida, conlleva el deber del Estado de tomar todas las medidas necesarias para garantizar y remover los obstáculos que puedan existir para que los individuos puedan plantear una defensa eficaz frente a la acusación que se les dirige.

Por otro lado, la presunción de inocencia -que pertenece sin duda a los principios fundamentales del proceso penal en cualquier Estado de Derecho y que también se encuentra receptada por el art. 18 de nuestra Constitución Nacional-, en tanto regla de trato de procesal, garantiza para la persona acusada no sólo el derecho a que se presuma su inocencia, sino a ser tratada como tal, prohibiendo acciones que tengan como finalidad directa o indirecta exponer alguien como culpable.

En tercer lugar, tenemos la imparcialidad del juzgador. Sucintamente, el derecho penal ilustrado asigna una especial significación a la figura del juez, asignándole valor político e intelectual a su función en la sociedad y exigiendo de él imparcialidad frente a la contienda, prudencia, equilibrio, ponderación y duda como hábito profesional y estilo intelectual. Si bien aquí el consenso de la mayoría no juega ningún rol en la determinación de la verdad procesal, por el contrario, hay una persona del que sí se debe procurar, sino el consenso, al menos la confianza: el imputado/acusado. Y tan importante es esta garantía para nuestro esquema constitucional, que en la ciencia jurídica se la denomina "meta-garantía" o "garantía de garantías", pues constituye presupuesto y condición de vigencia para todas las demás que rigen en el proceso penal.

Planteadas las cosas de ese modo, encuentro en la decisión que motiva esta columna de opinión un indudable menoscabo de las tres garantías o dimensiones a las que hice referencia de manera precedente, sin ninguna razón mínimamente plausible que avale esa restricción.

Claro que lo que me impacta y resulta en verdad objeto de preocupación excede el caso concreto, pues el verdadero problema radica en el mensaje (explícito) que se envía a futuro; esto es, aceptar que es posible imponer restricciones y prohibiciones para que el acusado intervenga y pueda defenderse de la forma más ampliamente posible en el juicio oral que se sigue en su contra, a partir de meras ocurrencias trasnochadas (por caso, ¿qué es sino esto la afirmación de que el uso de una computadora portátil pondría en riesgo la seguridad de todos los presentes en el debate?). Y así como esta clase de riesgos, puramente conjeturales, se invocan hoy para justificar la prohibición de utilizar una simple computadora o un teléfono celular, mañana podrán ser fácilmente utilizados para motivar medidas muchísimo más gravosas, por caso, el encierro cautelar de quien aún no fue juzgado. Invito entonces al lector a preguntarse si en verdad quiere vivir en un Estado de ese tipo. No digo en verdad nada nuevo, ya ha ocurrido y el suceso aquí tratado no es sino una más de las tantas arbitrariedades en que ha degenerado hoy nuestro proceso penal.

Relevar a quienes tienen por cometido la administración del sistema de justicia penal de la necesidad de acreditar la existencia de riesgos procesales concretos, como condición para legitimar la restricción de derechos y garantías, es cuanto menos, peligroso. Esto es lo que, en algún punto, debería quitarnos el sueño a todos: lamentablemente, nuestra historia conoce demasiado bien las consecuencias de ceder terreno a la pulsión autoritaria propia del derecho penal, aceptando el avasallamiento de libertades fundamentales. La erosión en las garantías de los derechos en el ámbito del espacio de libertad, seguridad y justicia puede ser gradual, a veces imperceptible (a veces no tanto), pero se hace notar más antes que después: ese camino no conoce de límites ni confines legales.

Es un hecho que las Constituciones modernas del mundo occidental se inspiran en el triunfo de las ideas de la Ilustración y esto nos debería enorgullecer. Tras siglos de avance y progreso en la cultura jurídico-penal, hoy es un axioma fundamental de los actuales Estados Constitucionales de Derecho que la intervención punitiva y el ejercicio del monopolio de la fuerza por parte del Estado son actividades que, para ser justificadas como legítimas, deben poder ser explicadas en parámetros de racionalidad, necesidad y justicia.

Por eso, es sobre todo en este tiempo de grave crisis política, económica y social, donde el calor de la emergencia y el clamor social exigen soluciones inmediatas, que todos aquellos que tenemos algún papel que desempeñar como operadores jurídicos debemos hacer primar, ante todo, la razón, la prudencia y la mesura, evitando la tentación de recurrir al autoritarismo penal como medio para dar una apariencia de respuesta ante los problemas que ponen en jaque a la sociedad.

Sólo me queda recordar que los principios que informan nuestro Estado Constitucional de Derecho traen consigo la existencia de reglas procesales ordenadas a refrenar la violencia de los jueces y asegurar la obtención de la verdad por procedimientos racionales. Se trata así de levantar en este terreno un ordenamiento y un Estado connotados por el rasgo de tomarse en serio a sí mismos, demostrando con actos creer efectivamente en lo que prescriben. Y tomar en serio tales prescripciones no solo resulta obligado por exigencia constitucional: en esa exigencia late, con idéntica claridad, una profunda aspiración a dotar de la necesaria legitimidad al ejercicio del poder punitivo.

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