Celac
El fracaso mexicano
Por Raymundo Riva Palacio
La cumbre no salió como la habían pensando AMLO y Ebrard. Ausencias, divisiones y continuidad de la OEA.

La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, no salió como había pensado el gobierno de México. No logró la convocatoria que anhelaban, y las ausencias de las economías más fuertes de la región se notaron. Tampoco consiguió el consenso para formular una propuesta de sustitución de la Organización de Estados Americanos (OEA). Y como colofón, se le fue de la mano el encuentro celebrado el sábado, dominado por las escaramuzas en las que se enfrascaron varios presidentes sudamericanos.

La cumbre de la CELAC fue notoria por los cuestionamientos que hicieron los presidentes de Paraguay y Uruguay, Mario Abdo Benítez y Luis Lacalle, a la legitimidad de Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, cuya presencia también cuestionó el gobierno del presidente de Colombia, Iván Duque. El secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, como control de daños, dijo que el solo hecho que se hubieran podido congregar 31 países - no personalizó la presencia de presidentes y primeros ministros para no mostar el bajo número que asistió-, era ya un éxito, y aunque reconoció que había divisiones profundas, no eran tan grandes como para que no se hablaran.

No está tan claro lo que aseguró Ebrard, como demostraron las ausencias y que el presidente Benítez se retirara de la cumbre tan pronto como terminó su discurso, las posiciones antagónicas y la falta de acuerdos políticos. El encuentro mostró la realidad que sólo el gobierno mexicano creía que iba a modificar, una profunda división entre naciones democráticas y las antidemocráticas. Venezuela y Cuba fueron los principales receptores de las críticas, pero Nicaragua, cuyo presidente Daniel Ortega, que busca una cuarta reelección violentando la ley, lleva semanas encarcelando opositores y disidentes, incluídos los potenciales candidatos presidenciales que tendría enfrente, estuvo dentro del marco de los cuestionamientos.

México salió debilitado, lejos del papel protagonista y líder regional con el cual aspiraba terminar, leyendo terriblemente real el contexto actual latinoamericano -y mexicano también-, corriéndose acríticamente al lado de Cuba, al que se sumó Maduro, quien sorpresivamente decidió viajar a México a horas de iniciar la CELAC, ante el desconcierto de la cancillería mexicana, que sabía lo tóxico que sería su presencia, comprobado por el notorio rechazo que le dieron los mexicanos a través de las redes sociales. De esta forma, quien presidía la reunión, se corrió de manera voluntaria y torpe, a la trinchera de los países más cuestionados por su falta de democracia.

La cumbre, construida a mano y con cuidado por México para lograr el consenso que llevara a la sustitución de la OEA, ni siquiera apareció como propuesta en los documentos finales. El canciller Ebrard trató de minimizar esta derrota al señalar que el objetivo central de la reunión, un plan latinoamericano para autosuficiencia de salud, se había aprobado por unanimidad. Con un plan de trabajo inspirado por la pandemia de la covid-19 y la insuficiencia de vacunas en muchos países de la región, lo extraordinario habría sido que alguien se opusiera.

Ebrard no pudo mitigar el impacto negativo del fracaso de su diplomacia, empujada por la tozudez del presidente Andrés Manuel López Obrador de que la OEA fuera sustituida. El presidente mexicano, que se ha vuelto un enemigo abierto de la organización panamericana, había dicho el 24 de julio pasado, al conmemorar el 238 natalicio de Simón Bolívar, que la OEA era "lacayo" de Estados Unidos, aunque el nombre específico de ese país no lo mencionó. Su postura contra esa organización está alimentada por haber expulsado a Cuba de su seno, hace 60 años, por su posición crítica sobre Venezuela y por afirmar que el intento reeleccionista de Evo Morales como presidente de Bolivia, fue un golpe de Estado. México tomó partido por Evo Morales en su momento, le ofreció asilo político ante incluso que lo solicitara, abandonó las gestiones diplomáticas con Venezuela en busca de que hubieran elecciones democráticas, y calló cuando el gobierno de Miguel Diaz-Canel reprimió las protestas del 11 de julio.

Sin ser un presidente autócrata, pero con ese talante que se está notando en forma creciente en México, López Obrador tomó partido por regímenes que han violentado la democracia. Esto ha sido una constante en él, como lo fue cuando se negó a hablar, menos aún condenar, el asalto al Capitolio en Washington en enero pasado provocado por el entonces presidente Donald Trump, o a levantar la voz contra la represión política emprendida por Ortega en Nicaragua. En un continente mayoritariamente democrático, esas posturas tienen consecuencias.

México había elevado elevado las expectativas al expresar su optimismo de que la CELAC fuera una especie de placenta para una nueva organización panamericana, pero comenzó a naufragar antes de iniciar. En vísperas de la reunión, la cancillería mexicana ya había reculado y matizó la propuesta de sustituirla a la OEA por un nuevo organismo autónomo, a una reforma. "No buscamos debilitarla o desaparecerla", afirmó el subsecretario de Relaciones Exteriores mexicano Maximiliano Reyes, ocultando los objetivos iniciales, ante el choque con una realidad que su soberbia les había nublado.

El gobierno de Estados Unidos ya había enviado un extrañamiento a México cuando López Obrador insistió en sustituirla, y otras naciones, como Chile, dejaron claro que era una reforma, no un remplazo, el camino a seguir. En la cumbre, la mayoría de los líderes presentes expresaron coincidencia en la reforma de la OEA, y México se quedó solo con Venezuela y Bolivia.

La propuesta de López Obrador de inspirarse en la Unión Europea para alcanzar una comunidad económica latinoamericana, una repetición de él mismo, tampoco prendió para el respaldo. En buena parte, porque es una idea tan vieja y objetivamente inalcanzable. La Comisión Económica para América Latina, como recordó su secretaria ejecutiva, Alicia Bárcena, lleva seis décadas tratando de construirla sin avanzar. Pero también, porque México, económicamente hablando, le ha dado la espalda a América Latina, con la que tiene intercambios comerciales inferiores al 13%. López Obrador no tenía autoridad moral para hablar de integración cuando su gobierno, como otros anteriores, están injertos al aparato productivo de Estados Unidos, de cuya economía depende en más del 85%.

El trabajo de Ebrard para evitar que la imagen general de la cumbre fuera la de un fracaso, tuvo un éxito relativo en México, pero es cosmético. En los hechos, no logró que los líderes de las principales potencias económicas del mundo asistieran. 

No estuvo Chile, ni Colombia, ni el presidente argentino, Alberto Fernández, aliado de López Obrador y quien iba a recibir de México la presidencia pro tempore de la CELAC, que canceló por la crisis política que vive. Tampoco estuvo Jair Bolsonaro de Brasil, aunque no se esperaba que participara porque abandonó el organismo el año pasado. Sin Brasil, no obstante, cualquier intento de unidad política o integración económica no tiene densidad ni suficiente poder para alcanzar lo que Ebrard trató de sembrar como idea de éxito, un cambio en la correlación de fuerzas con otras regiones, como la Unión Europea, y mucho menos para lograr los sueños de López Obrador, que se hicieron trizas el sábado pasado en el Palacio Nacional.

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