LPO en Taiwán
Crónica
Un viaje a Taiwán y dos semanas para encontrar una respuesta
El gobierno de Taiwán asegura que China está preparándose para la guerra. LPO llegó hasta el corazón de la isla para saber qué piensan los taiwaneses de su futuro.

Por fin llegué a Taipéi. Después de dos días de viaje, el avión aterriza en el aeropuerto de Taoyuan, por donde pasaron 45 millones de personas en 2024, un número impresionante para Taiwán. Es que al aislamiento propio de una isla se suma, en el caso taiwanés, el aislamiento diplomático, sin contar la amenaza omnipresente de China. Pero Taiwán, un no país que en la práctica funciona como cualquier otro, no es una isla más. Los taiwaneses se desarrollaron para volverse relevantes: empezaron fabricando juguetes y zapatos de plástico y hoy producen más de la mitad de los chips que hacen funcionar el mundo.

De a poco voy entendiendo los grises por los que se mueve Taiwán, una isla reconocida por solo 12 países, pero que mantiene relaciones informales con muchos más y relaciones comerciales con casi todos. La historia dice que los portugueses la descubrieron en 1542 y quedaron fascinados -de hecho, la llamaron Formosa: isla hermosa-, que después vinieron los holandeses, los emperadores chinos, los japoneses y de nuevo los chinos, esta vez los nacionalistas que habían derrocado a la última dinastía y fundado la República de China en el continente, de donde terminarían escapando de los comunistas revolucionarios de Mao.

Fue en 1949, cuando el líder nacionalista Chiang Kai-shek desembarcó en Taiwán luego de perder la guerra civil. Su repliegue sería táctico, porque el objetivo era recuperar el control del continente. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaba. Mao proclamó la República Popular China y Chiang tuvo que conformarse con mandar en la isla. De repente había dos Chinas, la de Mao y la de Chiang, una queriéndose imponer sobre la otra y viceversa, atadas a una disputa de resultado incierto. La posibilidad de una guerra, tengo que admitirlo, me trajo acá.

No sé si es el jet lag, la humedad aplastante de Taipéi o la hiperestimulación que me genera la ciudad, pero los primeros días ando bastante confundido. China insiste en la reunificación, el gobierno taiwanés habla de una invasión para 2027 y la gente tan tranquila en la calle. Cada tanto me agarra desprevenido un cartel que indica el refugio antiaéreo más cercano, la única señal visible de la amenaza latente, y entonces me pregunto cómo será vivir a la espera de que una potencia de 1400 millones de almas dé el paso.

El Grand Hotel de Taipéi, visto desde la autopista. 

Por momentos me siento testigo de una historia con final trágico. Después me dejo llevar por las vibras de la capital, siempre despierta, con su orden imperturbable, sus mercados nocturnos y el imponente Taipéi 101 -un rascacielos que supera los 500 metros-, y la paranoia autogenerada va cediendo. Pero al igual que los taiwaneses, sé que se trata de un espejismo. Me lo hizo notar una mujer de casi 90 años mientras yo tomaba una copa de vino y le daba vueltas al asunto de la guerra en un bar-librería de Taipéi. Bastó una pregunta para que el viaje encontrara su razón de ser.

La señora era taiwanesa, pero vivía en California con su marido. Su hijo, Mark, que estaba junto a ellos, había nacido en Estados Unidos y ahora trabajaba en China. Parecía no tener problema con eso, según me dijo; a la madre, en cambio, le preocupaba el futuro de Taiwán. Porque cuando le conté que era periodista, la mujer se paró y caminó hasta la barra. Venía hacia mí con un gesto compungido, tenía algo serio que decirme: "Queremos pasar nuestros últimos años en Taiwán, pero no sé qué puede pasar con China. ¿Qué me aconsejás? ¿Creés que va a invadir?".

Venía hacia mí con un gesto compungido, tenía algo serio que decirme: 'Queremos pasar nuestros últimos años en Taiwán, pero no sé qué puede pasar con China. ¿Qué me aconsejás? ¿Creés que va a invadir?'

Al día siguiente le comenté a una colega que me había sentido un poco estúpido por no haber podido improvisar una respuesta tranquilizadora para la señora. Sí, balbuceé algo genérico sobre los discursos encendidos de los políticos y los negocios compartidos a un lado y otro del estrecho de Taiwán, de lo que seguramente Mark podía contarle a su madre, nada nuevo para alguien que sigue el tema. El problema es que en verdad no tenía la respuesta. Lo bueno, me animó la colega, es que tenía dos semanas para encontrarla.

*

Empiezo por el Instituto de Investigación de Defensa y Seguridad Nacional de Taiwán, el principal think tank sobre asuntos militares de la isla, financiado por el gobierno y reconocido por sus análisis. El edificio es luminoso, con ventanales amplios, pero el aire acondicionado no da abasto para este clima tropical. En una de sus oficinas está Chung Chieh, investigador adjunto, un hombre sobrio y directo:

-Para ser franco, el Partido Comunista chino no anunció oficialmente que 2027 sería un año crítico. El mensaje se difundió desde el lado estadounidense, pero es una fecha reconocida por el gobierno de Taiwán. Y algunos expertos con los que pude hablar me dijeron que una invasión sería más que posible antes del final de esta década- me dice sin que se le mueva un pelo.

Si esos son los cálculos, el choque es inminente. Le pregunto por 2049, cuando la República Popular cumpla cien años, una fecha simbólica para China:

-El presidente Xi Jinping declaró que para 2049 ambas orillas del estrecho se reunificarán. El Ejército chino tendrá un tremendo proyecto de modernización entre 2030 y 2035. Diría que ese período será crucial para que aumenten sus capacidades de combate.

Un hombre concentrado en el té, en Taipéi.

Creo que Chung intentaba explicarme los actos de la tragedia taiwanesa. China viene reforzando las maniobras de bloqueo marítimo en el estrecho desde 2016, cuando el Partido Progresista Democrático llegó al poder. La línea independentista marcada por la entonces presidenta Tsai Ing-wen y su sucesor, el actual presidente Lai Ching-te, es leída por el Partido Comunista como una provocación. Entonces Xi demuestra su disgusto simulando ataques de precisión en los alrededores de la isla, y Taiwán se rearma con la ayuda de Estados Unidos por si acaso. Así, resumido, se cocina la escalada perfecta.

La duda parece despejada antes de salir del Instituto. La pregunta no es si China irá por Taiwán, sino cuándo lo hará. Por eso el gobierno de Lai apuesta por la disuasión, una forma de ganar tiempo y prepararse para la invasión. Me lo confirmará unos días más tarde Wang Ting-yu, diputado del Partido Progresista Democrático y presidente del Comité de Relaciones Exteriores y Defensa del Yuan Legislativo, el Congreso taiwanés.

La distancia promedio entre la isla y el continente es de apenas 180 kilómetros, pero el estrecho es poco profundo, la velocidad del viento y de las corrientes marinas varía con las estaciones y las playas del oeste son, en su mayoría, artificiales y poco propicias para un desembarco

Wang sube trotando las escaleras que conducen a su oficina, cerca del edificio del Yuan, una zona de avenidas amplias donde se concentran los edificios gubernamentales. Es otra mañana sofocante en Taipéi, el verano se despide sin dar tregua y la semana recién arranca. El diputado se acomoda en la silla antes de tomar una taza de té -la costumbre local de no beber nada fresco- y hablarme de la "not today policy", la política de contención a China.

-Primero tenemos que reforzar nuestra capacidad de disuasión, que incluyen nuestras capacidades de autodefensa y la red de seguridad de nuestros aliados- asegura Wang, en alusión a Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia, sus socios en la zona.

-Su gobierno habla de una invasión para 2027- le recuerdo.

-No podemos predecir cuándo comenzará la guerra, pero Xi necesita un hito histórico, y en 2027 es el centenario del Ejército Popular de Liberación. Pero si China quiere lanzar una invasión anfibia a gran escala tendrá que trabajar duro. No están listos todavía.

-¿Cree que China está evaluando otra estrategia?- insisto.

-Anexar un territorio a la fuerza no es fácil. Creo que China usará una zona gris para alcanzar sus objetivos, puede ser un bloqueo o acciones puntuales en alguna isla remota de Taiwán, una intimidación para obligarnos a negociar.

Una calle en Taipéi después de la lluvia.

Wang parece convencido de que los planes de China están condenados al fracaso, al menos por ahora. El presidente Lai quiere llevar el gasto militar al 3,32% del PBI el próximo año, un aumento de 23 puntos respecto a 2025, necesario para reforzar la guardia costera y el sistema de defensa aérea de la isla. En rigor, una invasión total puede ser riesgosa por las características físicas del campo de batalla. La distancia promedio entre la isla y el continente es de apenas 180 kilómetros, pero el estrecho es poco profundo, la velocidad del viento y de las corrientes marinas varía con las estaciones y las playas del oeste de Taiwán son, en su mayoría, artificiales y poco propicias para un desembarco.

Pero si la insularidad y el factor climático no desalientan a los chinos, e incluso si se inclinasen a un asalto por el este, los taiwaneses todavía pueden apelar al caos económico que generaría la reunificación o la anexión -el término que cada uno prefiera- a través de una guerra. Taiwán, la cuna de Evergreen, que mueve millones de contenedores en todo el mundo, y también de TSMC, con sus semiconductores nanométricos, tan demandados para la inteligencia artificial, no es una isla más.

*

Voy en micro al campus de la Universidad Nacional Tsing Hua, en Hsinchu. La ciudad es conocida como el Silicon Valley taiwanés por su parque científico e industrial donde se fabrican los chips de TSMC, United Microelectronics Corporation y Nvidia, entre otras empresas. Incluso Tsing Hua tiene su propia Facultad de Investigación de Semiconductores. Todo un hub tecnológico a una hora en auto de Taipéi, el mayor orgullo de la isla.

Voy por la autopista en dirección al sur, no tan lejos de la capital, con el paisaje tomado por colinas de una vegetación espesísima y selvática, de vez en cuando salpicada por templos y templitos de colores saturados, incrustados en las alturas, mientras ojeo el libro que compré antes de tomarme la copa de vino y de la pregunta de la señora. El autor es Su Beng, un militante de izquierda e historiador que dedicó su vida a luchar contra el imperialismo japonés y la dictadura de Chiang y después a favor de la identidad taiwanesa y la democracia.

Templo taoísta en la calle Dihua, Taipéi.

Su Beng murió en 2019, a los 100 años, pero antes recapituló ese siglo y los otros tres que no vivió en Los 400 años de historia de Taiwán, prohibido durante la era Chiang y más tarde consagrado como la biblia de los independentistas. El libro que tengo en mis manos es una edición aniversario de la versión en inglés publicada en 1986, cuando faltaban unos meses para que se derogase la ley marcial, aquel rosario de arbitrariedades que sostuvo el régimen autoritario de Chiang por casi cuatro décadas, el mismo año en que nacía el Partido Progresista Democrático, el que hoy es gobierno.

Taiwán es una democracia joven, si bien ya consolidada, donde las personas salen a protestar, los políticos insultan a sus rivales y los diputados suelen irse a las manos. No siempre fue así, claro. Pienso que eso también está en juego cuando se plantea el escenario hipotético de una vida futura bajo la órbita de China. En el café del campus me encuentro con cuatros estudiantes. Quiero saber qué piensan.

-¿Alguna vez viajaron a China? -digo y dejo picar para el que agarre.

-La verdad que no me hace mucha gracia que me escaneen la cara en todos lados- se anima el primero. Como casi todo el resto del grupo, son tres varones y una mujer, tienen que hacer el servicio militar, obligatorio desde el año pasado.

-No te interesa China, pero a China le interesa Taiwán.

-Los chinos nos ven como los hermanos menores, pero no entienden que los hermanos menores hacen su propio camino.

-Me gustaría que más chinos vinieran así conocen cómo es Taiwán- acota otro.

-¿No se ven siendo parte de China?

-¿No viste lo que pasó en Hong Kong?- me repregunta ella.

-¿Pero creés que habrá una guerra?- no desisto.

-A veces pienso que sí, pero después digo que no- dice y los demás no dicen nada.

Un retrato de Chiang Kai-shek.

Es una constante a lo largo del viaje. Los taiwaneses son abiertos, me hablan porque soy extraño y supongo que les llamo la atención, aunque nunca adivinen mi nacionalidad ni estén muy seguros de dónde queda Argentina -la referencia a Messi y una muy simpática y de nicho a Happy Together, el clásico de Wong Kar-wai de 1997-: quieren saber por qué estoy acá. Pero a los más jóvenes no les ocupa China. Tal vez sea un asunto delicado, o probablemente poco atractivo, para hablar con un desconocido.

Las generaciones post ley marcial se criaron en democracia, recibieron mejor educación, crecieron en la prosperidad y con aspiraciones propias y asimilaron rápido la presencia desafiante de China. Son generaciones taiwanesas. Sus abuelos, en cambio, miran al otro lado del estrecho con cierta nostalgia. Chiang les prometió que el contrataque vendría, que recuperarían el continente y que la República Popular y Mao no tardarían en caer. Tantas promesas. No cumplió ninguna. Ahora Xi puede repetir el mismo discurso porque evidentemente Chiang no era bueno en los pronósticos.

Las generaciones post ley marcial se criaron en democracia, recibieron mejor educación, crecieron en la prosperidad y con aspiraciones propias y asimilaron rápido la presencia desafiante de China. Son generaciones taiwanesas. Sus abuelos, en cambio, miran al otro lado del estrecho con cierta nostalgia

La República Popular China, aquella que el mundo consensuó reconocer como la única China, la segunda economía más poderosa, aspira a la reunificación, no en el sentido que pretendía Chiang, y la República de China, que viene a ser Taiwán, quedó reducida a una quimera. El nombre oficial sobrevive en el pasaporte. No solo es confuso: Taiwán evolucionó con sus capas de historia acumuladas hasta convertirse en algo distinto.

*

Un hombre da escobazos contra el piso. Miro hacia abajo y tengo cientos de cucarachas corriendo entre mis pies. Yo venía caminando distraído por uno de los tantos callejones de Ximen, el barrio gay de Taipéi y antiguo reducto de la mafia local. Una zona serpenteante, abarrotada de negocios y turistas, ruidosa, con vecinos que juegan a las cartas y toman té en la vereda. Ximen es menos sofisticado que Daan, el distrito más caro de la capital, con sus avenidas amplias y su parque de veintiséis hectáreas, donde me hospedé la primera semana, pero es más caótico, quizás más parecido a la idea que uno tiene de una ciudad asiática -los neones la comida por todas partes, el calor asfixiante, los siete pecados a la vuelta de cada esquina, cada cual en lo suyo-, y acá decido quedarme.

Taipéi 101.

Si Taiwán es la síntesis, China y Japón son la esencia. Taipéi es una versión a escala de Tokio, y no por los edificios de ladrillo rojo -como el palacio presidencial, muy cerca del Instituto de Investigación de Defensa y Seguridad Nacional- o las fachadas azulejadas, sino por la disciplina de su gente, que hace fila hasta para entrar al vagón del subte y subir las escaleras mecánicas.

Pero en la capital se habla mandarín y las ofrendas son para los espíritus, como manda la tradición china. Llego en septiembre, cuando se improvisan altares por toda la ciudad, mesas repletas de flores, inciensos, frutas y licores. Es el mes de los fantasmas y se supone que andan recorriendo las calles. Recomiendan manejarse con cuidado. No consigo a quién atribuirle la superstición.

Me ofrendo un curry en el patio de comidas del Taipéi 101, la construcción que más cerca estuvo del cielo durante los 2000. 508 metros que desafían la furia sísmica, símbolo de la autoconfianza, levantados bajo los principios del feng shui. Al lado está sentada una pareja de europeos. El hombre es ingeniero, me cuenta, y trabaja en un proyecto de gasoducto submarino. Le pregunto un poco en broma un poco en serio si tienen un plan de evacuación. Sonríe, pero no es chiste: "Tenemos un barco. Saltamos y nos vamos".

El estanque de los lotos, Kaohsiung.

¿Será que la guerra funciona como una profecía autocumplida? En base a una hipótesis de conflicto, con fechas tentativas y gestos mutuos de hostilidad, damos por hecho el desenlace. Entonces nos entregamos al fatalismo, nos gana la sugestión y así, sin advertirlo, no podemos escapar a las especulaciones que nosotros mismos fabricamos. Quizás el ingeniero no tenga que huir en un barco, pero todos actuamos como si no hubiera otra salida.

Me queda una semana en Taiwán y me dirijo a la sede de la Administración de Aviación Civil, pegada al aeropuerto de Songshan, mitad civil mitad militar. La terminal está a menos de 15 minutos en auto del palacio presidencial y otros edificios gubernamentales, por lo que resulta estratégica de cara a una eventual invasión o bloqueo. Allí está su directora, Ho Shu-ping, la mujer a cargo de custodiar el espacio aéreo de Taiwán.

Sean dos países, o un país y un no país, hay negocios, inversiones, comercio, intercambio, vuelos, taiwaneses en el continente, chinos en la isla

En 1955, Estados Unidos estableció una línea imaginaria que divide el estrecho en dos para evitar un choque entre Mao y Chiang, si bien es solo eso: una línea imaginaria. China la desconoce, la ha cruzado varias veces, y Taiwán, por cuestiones prácticas, también. Apenas dos kilómetros separan el continente de la pequeña isla de Kinmen, administrada por los taiwaneses, donde todos los días llegan vuelos comerciales desde Taipéi y otras ciudades como Taichung y Kaohsiung, a más de 200 kilómetros.

Mensajes en apoyo a Hong Kong en Taichung.

Es curioso porque casi todos en Taiwán, salvo los pueblos originarios, son han, la etnia mayoritaria también entre los chinos del continente. Ser han unifica, pensaron Chang y el Kuomintang -el Partido Nacionalista chino-, aunque no les pareció suficiente. Además importaron el mandarín de Pekín y lo impusieron como idioma oficial y lengua franca en la isla. Sin saberlo le dieron un argumento lógico a China, a la República Popular: son como nosotros y hablan como nosotros, ergo, Taiwán es parte de China.

Esa lógica, sin embargo, tiene un punto a favor. ¿Por qué China atacaría a los que son como ellos y hablan como ellos? No lo hizo con Hong Kong ni Macao, territorios negociados con los británicos y portugueses, respectivamente, donde aplicó el principio de "un país, dos sistemas", un régimen semiautónomo de lo que se decide en Pekín, el mismo que China le ofrece a Taiwán y que Taiwán obviamente rechaza. Si no es por las buenas, China prometió usar "medios no pacíficos". Ho no quiere o no puede responderme lo que le pregunto. 

Repaso mi cuaderno: 'Más de 2 millones de ciberataques diarios', 'Taiwán redujo sus inversiones en China', 'Importa el 96% de la energía que consume', 'No puede cambiar su Constitución: consagra el statu quo', 'Comunicación en áreas que no son estrictamente políticas', 'Taiwán prefiere terminar el producto que va a exportar', 'China debería atacar bases de EEUU en Japón', 'El oeste del Pacífico será dominado por quien controle Taiwán'

Es lógico también, a esta altura del viaje, que uno quiera saber si existe línea directa entre China y Taiwán. Sean dos países, o un país y un no país, hay negocios, inversiones, comercio, intercambio, vuelos, taiwaneses en el continente, chinos en la isla. Taiwán tiene el Consejo de Asuntos Continentales (o sea, de la República Popular) y China tiene la Oficina de Asuntos de Taiwán (en las formas, la República de China). Más allá de la esgrima semántica que hacen para no reconocerse -admirable, hay que decirlo-, y de paso marearnos, ese consejo y esa oficina sugieren otra cosa.

Chiu Chui-cheng dirige el Consejo de Asuntos Continentales. Asuntos serios, por eso tiene rango ministerial. Chiu se presta a una ronda de preguntas con corresponsales extranjeros unos días antes de viajar a Washington, donde hablará de China como la mayor amenaza para la paz en el estrecho. Me gusta porque no parece ese tipo de funcionario concesivo y, sin embargo, es honesto y me da una pista: claro que hay diálogo entre las partes. A veces por teléfono y otras cara a cara. No revela dónde ni en qué tono, pero lo anoto en el cuaderno.

El mercado nocturno de Liaoning, Taipéi.

Suponía la existencia de esos canales, en todas sus variantes, los oficiales, los no tanto, los que definitivamente no, los indirectos y los que menciona Chiu. Me intrigaba particularmente la cuestión. Por mínimo que sea, si hay diálogo en medio de ejercicios militares uno tiene de qué agarrarse para creer que el peor escenario puede evitarse. Me sirve estando a 20 mil kilómetros de Sudamérica.

*

-Tenemos medios y políticos comprados por China. Campañas de desinformación y ciberataques todos los días. La guerra ya empezó- me dice una periodista taiwanesa para que yo no ande tan ingenuo por ahí.

Nos encontramos en un café estilo minimalista de los muchos que hay en Daan. Me quedan pocos días en Taipéi y necesito ordenar la confusión. Creo que ella no quería sonar tajante; yo tampoco esperaba escuchar algo categórico, solo buscaba algún matiz, otra pista:

-Una invasión es algo completamente distinto. Llegué bastante sugestionado a Taiwán y ahora no sé qué pensar- le reconozco.

-Sí, la invasión es una posibilidad. Lo que más me asusta es que estamos solos. No creo que Estados Unidos vaya a defendernos- admite ella.

Taipéi.

Repaso mi cuaderno. "Más de 2 millones de ciberataques diarios", "Taiwán redujo sus inversiones en China", "Importa el 96% de la energía que consume", "No puede cambiar su Constitución: consagra el statu quo", "Comunicación en áreas que no son estrictamente políticas", "Taiwán prefiere terminar el producto que va a exportar (semiconductores)", "China debería atacar bases de EEUU en Japón", "El oeste del Pacífico será dominado por quien controle Taiwán". Fui apuntando ideas, textuales de funcionarios, datos, algunas conclusiones. Lo que será una visión propia de Taiwán.

A través del Ministerio de Exteriores accedo a una conferencia a puertas cerradas con el canciller Lin Chia-lung. Acaba de llegar de Filipinas, un país que sigue la política de "una sola China", o sea, que formalmente reconoce al gobierno de Pekín, aunque también tiene vínculos menos formales con el gobierno de Taipéi. Somos 16 periodistas de distintos países y Lin, el canciller que pronto viajará a Italia, asegura que el objetivo de Taiwán es mantener el statu quo. La isla no fue Vietnam ni Corea, pero quedó en un limbo.

El statu quo, una palabra clave en este asunto, se viene tensando desde adentro. Los dos grandes partidos de la democracia taiwanesa, el Progresista Democrático y el Kuomintang, juegan con él. Van probando los límites de la indefinición, de ese "capítulo singular en la política global", como me dijo Wang. El partido del presidente Lai considera que la isla es más Taiwán que otra cosa y los herederos de Chang defienden que son la verdadera China, una sola China que no es la República Popular, pero China al fin. Los nacionalistas, antiguos enemigos o enemigos en pausa de los comunistas, hoy se entienden mejor con Pekín y son más ambiguos respecto a la reunificación.

El partido del presidente Lai considera que la isla es más Taiwán que otra cosa y los herederos de Chang defienden que son la verdadera China, una sola China que no es la República Popular, pero China al fin

"Creo que la supervivencia es fundamental para nuestro país. Si Taiwán ya es parte de China, entonces estaríamos hablando del modelo ‘un país, dos sistemas' como el de Hong Kong, en lugar de hablar de una relación pacífica y estable entre ambos lados del estrecho. Con esta premisa, ¿cómo podríamos dialogar con Pekín?", dice Lin. No hay grises en esto. China no renunciará a la reunificación y Taiwán no sacrificará su independencia de facto. El desempate solo puede ser a todo o nada.

Pruebo suerte con el vicecanciller François Chichung Wu, un diplomático de carrera que vivió años en París y por eso adoptó un nombre francés. El mismo grupo de periodistas, otra vez en la Cancillería, pero este mediodía para un almuerzo en off alrededor de una enorme mesa redonda. Pese a las anécdotas, el vino y la calidez del anfitrión, el tema recurrente es la frágil situación de la isla y la lucha por un reconocimiento ya perdido. Antes de despedirnos, le pregunto a Wu si imagina a Donald Trump recibiendo a una autoridad taiwanesa: "Sería una victoria para nosotros, pero simplemente no sucederá".

Explanada del Museo Nacional del Palacio, Taipéi.

Me subo al tren de alta velocidad y llego hasta Taichung, al sur de Taipéi, y después a Kaohsiung, mucho más al sur, dos ciudades importantes, algo desangeladas, quizás por la lluvia o porque la hora de la siesta se siente demasiado. Hay un ritmo diferente fuera de la capital. Casi no se ven extranjeros, todo luce más cansino, analógico, como un bazar que vende cosas viejas que pocos compran. Una reliquia que nadie quiere tocar por miedo a romper. Tiene su encanto, pero Taipéi es Taipéi.

Me vuelvo porque la extraño y porque además estoy por dejarla. Antes de buscar las valijas y salir para el aeropuerto, me despido de la ciudad. En estas dos semanas ningún día fue igual al anterior, aunque armé una rutina y aprendí a moverme en subte y por los barrios hasta acostumbrarme a Taipéi. Ya no puedo mirarla con los ojos maravillados del principio. Ahora todos están en sus cosas, y yo sintiéndome más ajeno que cuando llegué, debiendo todavía una respuesta.

Estoy raro, físicamente en Taiwán y mentalmente en el otro lado del mundo, a unas horas de tomar el vuelo. Pero de pronto, mientras camino encandilado por las luces de Ximen, cae con un peso aplastante algo que solo en este momento soy capaz de dimensionar: la sensación de estar en un lugar que podría ser completamente distinto en no mucho tiempo. O como me dijo un periodista italiano antes de regresar: "Espero que no tengamos que volver a Taipéi para cubrir una guerra".

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