
El cartismo está en su mejor momento. Las diferencias lógicas al interior de la Asociación Nacional Republicana no son, por el momento, una amenaza. En apenas un periodo parlamentario, Honor Colorado pasó engrosar su mayorÃa en ambas cámaras, mantiene una influencia considerable en órganos extrapoder como el JEM y concretó el salto de varios dirigentes del abdismo a fuerza de recursos y una hegemonÃa difÃcil de ignorar. Pero en ese esquema, la Presidencia de la República es el premio mayor.
Para una cultura polÃtica en la que el partido se confunde con el Gobierno y éste, a su vez, con el Estado -un caso sui generis en la región, donde no pocos presidentes llegaron al poder a través de fuerzas relativamente nuevas en los últimos años- resulta difÃcil fijar lÃmites, conformar a las bases, a la cúpula partidaria y a los gobernadores, negociar con un Congreso que suele manejarse con bastante autonomÃa y, sobre todo, definir un rumbo más o menos coherente.
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Esta es la dinámica que condiciona a Santiago Peña. La paradoja de Paraguay es que cuanto más fuerte se vuelve el Partido Colorado, el presidente pierde margen de maniobra y queda atrapado en un juego que lo obliga a ceder para avanzar y a imponerse para acomodar los tantos. Esa inercia se sacude cuando el Gobierno va para un lado y la ANR se mueve en la dirección contraria, como ocurre con frecuencia.
Peña le va dando forma a un peñismo a escala reducida, un peñismo soft, abocado a facilitarle la gestión del dÃa a dÃa y a desplegar su proyecto para este quinquenio. Cuenta con Pedro Alliana, vicepresidente, nexo con el Congreso y precandidato para 2028 -si no del cartismo en su totalidad, al menos sà del presidente-, César "Cesarito" Sosa, jefe del Consejo de Gobernadores y una lÃnea directa con los departamentos y, por momentos con Basilio "Bachi" Núñez, titular del Congreso y decisivo a la hora de contener a la tropa cartista en la cámara.
Pero ese peñismo es menos un proyecto desafiante que una estrategia de desconcierto. El mes pasado Peña sorprendió con la invitación a los senadores de la oposición para pedirles que acompañaran algunas de sus iniciativas como la creación del Registro Único Nacional y las negociaciones pendientes con Brasil por el Anexo C de Itaipú. El presidente organizó el encuentro sin mucha antelación y lo manejó con hermetismo.
Era un mensaje para los suyos y para la oposición: como jefe de Estado podÃa reunirse con algunas de las voces más crÃticas del anticartismo. En ese gesto asomó una lÃnea roja para Peña, es decir, el predominio colorado no está por encima de la democracia y tampoco por encima del diálogo con sus adversarios polÃticos. El cara a cara con los senadores de la autodenominada "bancada democrática" no fue la única sorpresa.
Este fin de semana Peña apareció con la idea de reformar la Constitución del ‘92, piedra angular de la post dictadura, para que los municipios dispongan de los impuestos inmobiliarios que recaudan. La propuesta no es inocente, como tampoco lo es el momento. El presidente viene de semanas tensas, que incluyó el cruce con un cronista de ABC y una guerra de vetos con el Congreso.
Peña tiró la piedra, escondió la mano y dejó que los demás hicieran el resto. La reforma constitucional abre la puerta a la reelección presidencial, que ronda en las cabezas de los colorados desde hace años, y además obliga a la oposición a adoptar una postura consensuada. Pero el frente anticartista está jibarizado y dividido. La pregunta que el Gobierno deja flotando es qué podrÃa aportar, o más bien qué podrÃa obtener, un PLRA interesado en no quedarse afuera mientras atraviesa un presente cuesta arriba.
Mientras el resto se entretiene con los dardos que lanza al Grupo Zuccolillo o el globo sonda de una reforma ambigua a la Constitución, Peña sigue con su estilo de distraer para impulsar las medidas que le interesan. El Senado acaba de aprobar el RUN, la ley de fomento al alcohol volvió al Congreso luego del veto parcial al proyecto (en un contragolpe a Gustavo Leite) y la legislación que establece más controles a las ONG espera su destino en el despacho presidencial.
Dentro del juego que le propone el cartismo, del que forma parte, Peña encuentra sus espacios, aunque a veces salga perdiendo (la salida de Lea Giménez y la posible partida de Carlos Fernández Valdovinos). Una muestra de ese pulso constante es que, pese a las presiones, el presidente mantiene inalterado el gabinete, una amalgama técnicos y dirigentes de peso en sus territorios. Peña armó un equipo y lo convirtió en una tropa de leales. Ahora es su gabinete. Otra lÃnea roja.
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En ese juego sin muchas opciones, Peña deja hacer al cartismo hasta donde no invada su parcela de poder, incluso cuando no esté de acuerdo con el fondo ni las formas, como pasó con la expulsión de Kattya González. Pero fue esa movida, cuyos efectos no fueron del todo dimensionados -el oficialismo demostró que era capaz de correr los lÃmites, la oposición recibió un golpe que no esperaba y el Senado entró en un letargo-, la que impactó en la imagen del Gobierno como ningún otro hecho hasta entonces.
Si el legado de Peña pasa por un despegue económico empujado por las inversiones extranjeras y el posicionamiento del paÃs en el exterior, las señales vistas desde afuera se prestan a la duda. No se puede confundir a los trabajadores de prensa con los dueños de los medios ni tratar a las ONG como si fueran bandas del crimen organizado. Tampoco resulta conveniente atacar a la ONU o a la UE por injerencistas y después buscar algún tipo de cooperación. No hay encuentro posible entre Peña y su movimiento cuando las contradicciones son tan evidentes.
El grado de inversión otorgado por Moody's, corolario del programa económico de Peña, y la candidatura de Rubén RamÃrez Lezcano a la OEA caminan por la cuerda floja mientras el cartismo sigue profundizando la hostilidad hacia los Estados Unidos (un cortocircuito que Washington se encargó de alimentar) y proyecta la imagen de un paÃs moldeado a voluntad de un partido confiado en su mayorÃa electoral para torcer algunas reglas básicas del sistema democrático y de su propia tradición diplomática. El presidente tendrá que decidir cuáles son las lÃneas rojas que no está dispuesto a sacrificar.
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