
La condena a CFK no institucionaliza la justicia; por el contrario, profundiza la fractura social y debilita la credibilidad en el sistema democrático. |
La reciente sentencia emitida por la Corte en el caso de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) suscita un profundo debate en torno a la naturaleza jurÃdica y polÃtica del fallo. Desde una perspectiva estrictamente legal, la resolución adolece de graves inconsistencias. Cabe destacar que la acusación original de asociación ilÃcita -planteada inicialmente por la fiscalÃa- fue descartada por falta de sustento probatorio, lo que ya revela las debilidades estructurales del caso. Sin embargo, en un giro arbitrario, se optó por condenar a la exmandataria bajo la figura de responsabilidad objetiva, imputándole supuestos actos de corrupción en los que no se demostró su participación directa, sino únicamente un presunto desconocimiento de los mismos. Esta construcción jurÃdica no solo carece de rigor, sino que configura un peligroso precedente que vulnera principios fundamentales del derecho penal, como la presunción de inocencia y la necesidad de prueba fehaciente.
Más allá de las irregularidades procesales -entre las que se cuentan vicios formales, falta de evidencias contundentes y una manifiesta parcialidad-, el trasfondo polÃtico del fallo resulta innegable. La sentencia opera como un instrumento de proscripción, enmarcado en una estrategia coordinada entre sectores del poder judicial, medios hegemónicos y fuerzas polÃticas de derecha, tanto tradicionales como emergentes (en particular, el espacio libertario). Lejos de fortalecer las instituciones, esta judicialización de la polÃtica degrada la democracia, al convertir al sistema judicial en un mecanismo de eliminación de adversarios.
La condena a CFK no institucionaliza la justicia; por el contrario, profundiza la fractura social y debilita la credibilidad en el sistema democrático. Rechazar este fallo no implica una mera defensa personal de la ex presidenta, sino una resistencia frente a la avanzada antidemocrática impulsada por el gobierno de Javier Milei y avalada por una Corte Suprema deslegitimada -tanto por su reducción numérica como por la cuestionable idoneidad de algunos de sus miembros-. Este veredicto consagra doctrinas jurÃdicamente regresivas, como la responsabilidad objetiva y la culpabilidad por omisión impropia, criminalizando, en esencia, el ejercicio de la función pública sin prueba de dolo directo.
En definitiva, lo que está en juego tras esta decisión no es solo el destino polÃtico de una figura particular, sino la propia integridad del Estado de derecho. Se trata de un capÃtulo más en el intento de restauración conservadora que busca, mediante la judicialización de la polÃtica, excluir a sectores disidentes del espacio público. Frente a esto, la defensa de las garantÃas constitucionales y la denuncia de la persecución judicial como herramienta de poder devienen imperativos éticos y polÃticos ineludibles.
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