Editorial
Más justo que nunca
Por Carmela Moreau
Renta básica y gravámenes a la riqueza son las salidas que busca Europa a la crisis de la pandemia. Algo que en América Latina y Argentina es mucho más necesario.

 La crisis desatada por la pandemia no deja de mostrar las costuras de un sistema muy injusto e incapaz de dar respuesta a las necesidades mínimas de mucha gente. Aquí y en todo el mundo. Por esto, en un nuevo escenario de disputas, los sectores más conservadores (de la economía y de la industria mediática, principalmente) intentan desacreditar cualquier medida que apunte a paliar las consecuencias que trajo -y traerá- el parate de la economía para los más vulnerables. Estas medidas pasan, principalmente, por dos ejes: asignaciones que garanticen una renta mínima universal, por una parte, y gravámenes a las grandes fortunas, por la otra.

En lo que hace a apuntar a que los más ricos hagan un aporte extraordinario en una situación por demás extraordinaria, es muy interesante el debate que se está dando en el Reino Unido. Una encuesta de YouGov, publicada a mediados de mayo, mostró que el 61 por ciento de los británicos está a favor de un impuesto sobre el patrimonio para las fortunas de más de 750.000 libras. La situación actual, como se ve, es vivida por las mayorías trascendiendo grietas o divisiones taxativas desde lo ideológico.

De hecho, aunque no le simpatice demasiado al líder tory, es el gobierno ultraconservador de Boris Johnson el que está impulsando el debate parlamentario. Los datos son demasiado contundentes. Si simplemente se gravaran a los ingresos de capital para ponerlos al mismo nivel que a los del trabajo, ingresarían 174.000 millones de libras en las arcas públicas británicas, lo que financiaría con creces el presupuesto anual del sistema de salud del Reino Unido, de unos 120.000 millones de libras. (En la Argentina, un proyecto muchísimo más tímido está generando una furibunda reacción corporativa, motorizada desde los medios hegemónicos).

La situación económica de España, en tanto, preocupa desde hace décadas, ya que se ubicaba, en abril del 2020, como el segundo país de la Unión Europea con mayor nivel de desocupación -alcanzando al 14,8 por ciento de la población, siguiendo de cerca a Grecia, con un 16,1 por ciento-, un déficit fiscal que rondaba los 14 puntos porcentuales del PBI, una deuda externa cercana al 95 por ciento del producto bruto y niveles alarmantes de pobreza e indigencia, que conviven, eso sí, con elevados niveles de concentración de la riqueza, y de una clase media alta que ha mejorado notablemente su nivel de vida desde la consolidación financiera de la Unión Europea detrás del euro.

Por decirlo en términos más directos: mientras el 20 por ciento más favorecido vio incrementar sus ingresos y su nivel de vida en el último cuarto de siglo, el 20 por ciento más desfavorecido vio tan deterioradas sus condiciones de existencia que apenas aspira a la supervivencia. La crisis de la burbuja inmobiliaria del 2008, además, fue especialmente cruenta con vastos sectores de la población española, profundizando aún más la brecha de la desigualdad.

La aprobación del ingreso mínimo vital por el congreso español de cara a la crisis social y sanitaria que atraviesan millones de ciudadanos, y agravada por las condiciones de aislamiento obligatorio, responden a una promesa histórica del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de Unidas Podemos. Se trata del nacimiento de un nuevo derecho social que atestigua la concepción de la alianza de gobierno sobre la función del estado y sobre la naturaleza misma de la justicia. En palabras de Pedro Sánchez, presidente del gobierno español: "Es cuestión de justicia combatir la pobreza".

La política en cuestión comprende la percepción de una renta mínima vital de 462 euros mensuales, unos 515 dólares, para un adulto que viva solo; en el caso de las familias, a ese mínimo se le sumarían 139 euros al mes por cada persona adicional, con un máximo de 1015 euros, unos 1130 dólares. Se espera cubrir, así, a unos 850.000 hogares, donde viven unos 2,3 millones de personas, hasta hoy libradas a la suerte del mercado. Esta renta mínima será compatible con otros tipos de ingresos, de modo que un trabajador puede percibirla aún si tiene algún trabajo con baja remuneración.

La crisis de 2008 implicó en España una caída del PBI del 3,8% interanual, lo que le ha significado serios problemas para reconstruir su economía desde entonces. Se estima que la pobreza extrema en el país alcanza a más de medio millón de hogares y afecta a más de un millón y medio de personas.

En Francia, por último, aunque la economía de este país es más sólida, las situaciones de inequidad social se han agravado. De hecho, en 2019, 13 regiones de ese país planeaban comenzar a aplicar una renta básica de 845 euros. Este proyecto, que sólo se ha ejecutado parcialmente y que contemplaba una población total de 8 millones de personas, ha sido retomado por el actual oficialismo (de neto corte liberal) para impulsarlo en el parlamento como ley nacional que contemple a la totalidad de la población francesa, lo que implicaría un alcance de no menos de 14 millones de personas.

El escenario europeo no hace más que traer una vez más una antigua pregunta de la política, pregunta que también atraviesa la realidad de nuestro país: ¿qué papel debe cumplir el estado en el desarrollo y crecimiento de una nación? Entiendo que la acción inapelable del estado como garante y promotor de derechos sociales, niveles de vida dignos y combate contra la pobreza y la indigencia refuerza la convicción de que de esta crisis sanitaria, económica y social se debe salir más justos que nunca. Gobiernos socialistas, conservadores y liberales así lo están atestiguando.

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