Editorial
Peronismo: si hay disputa, que valga la pena (y si no la hay, también)
Por Mónica Litza
El peronismo ante el desafío de un nuevo proceso electoral.

La proximidad de un nuevo turno electoral podría significar la postergación, una vez más, de asuntos pendientes que debemos asumir desde la política en general y en el peronismo en particular.

La ansiedad que provoca el tener las legislativas a la vuelta de la esquina, de alguna manera anestesia la verdadera necesidad de revisar ciertos comportamientos y categorías, y nos zambulle en una lógica electoral ya conocida.

Sin embargo, y aunque nos hagamos los distraídos, la transformación social, institucional y política resulta de tal magnitud que no podremos ignorarla durante mucho tiempo más. Ya no resiste postergaciones indefinidas. Pero mientras tanto, la dinámica electoral nos empuja a definiciones tales como: PASO si o PASO no, desdoblamiento sí o no, sistemas, ingenierías, especulaciones y otras martingalas electorales. A discutir el peso de los aparatos o la potencia de algún outsider famoso. En definitiva, nos empuja a avanzar sin haber encontrado las respuestas suficientes. A repetir viejas prácticas sin entender del todo las implicancias del nuevo contexto y, lo que es peor, a volver a mirar el futuro con el espejo retrovisor.

En definitiva, la proximidad de otro turno electoral nos lleva a transitar por la comodidad de un sendero que, por haberlo recorrido ya varias veces, conocemos a la perfección. Y en cambio, deja en suspenso y sin resolver, el malestar que provoca la lluvia de cuestionamientos a la política tradicional que pareciera estar definitivamente agotada y que parece inerte frente a los nuevos desafíos. Desviamos la atención de las evidencias sobre el fin de la política tal como la conocemos, para volver a centrarnos en las ingenierías electorales.

El cronograma electoral por el que ya nos deslizamos de manera inexorable, obtura todo intento de renovación. Se impone el clásico "no hay tiempo". Y así, la renovación de ideas, de prácticas y de formas de entender la política parecieran quedar, una vez más, para otro momento. Avanzamos entonces a contrapelo del clima de época que nos demanda reacción. Como en otros tiempos en la historia de nuestro país, hay quienes colaboran, en forma consciente o inconsciente, para tabicar el cambio.

El club de la pelea (y los fundamentalistas de la unidad)

La política es disputa y consenso, rupturas y continuidades. Esta máxima vale tanto para la relación entre los distintos espacios políticos, como para la convivencia entre el oficialismo y la oposición. Pero en este caso, me interesa referirme a la dinámica de la vida interna de los ¿partidos? (una palabra que no me animo a decir sin ponerla entre signos de interrogación). Más precisamente, a la del peronismo en el que habitamos.

Como dice Mario Riorda, Argentina tiene un sistema de partidos roto. Y en tren de especular sobre su reordenamiento, todo parece posible. Así como desde el oficialismo se ensayan y evalúan las conveniencias de armar un frente electoral (o como quieran llamarlo) entre LLA y el PRO, con el explícito objetivo de "arrasar con el kirchnerismo para que no vuelva a ser una opción de gobierno nunca más" (no parecería un objetivo novedoso), también desde el peronismo buscamos las nuevas formas de convivencia.

En esta incipiente reorganización del escenario político, en el peronismo enfrentamos nuestros propios dilemas envueltos en el ensordecedor ruido de las permanentes disputas. Un ruido que tiñe cualquier otra discusión de presente y futuro. Aturdidos por el desconcierto de la derrota electoral, del triunfo y el rumbo del gobierno de Javier Milei y, sobre todo, de cierta incomprensión de la profundidad del cambio de época que nos encuentra a contramano de nuestra historia. Un peronismo que dejó de interpretar al pueblo, de incomodar a los grupos de poder, que perdió la rebeldía y fuerza transformadora.

Como dice el filósofo político Daniel Innerarity, la política se encarga hoy más de reparar y prevenir, que de configurar un futuro en el que hemos perdido la confianza. Y navegamos así, entre los reaccionarios que quieren recuperar un pasado glorioso, y una izquierda que intenta que no se pierdan las conquistas. Y asistimos al triunfo del pasado.

Se podrá argumentar que las rencillas internas obedecen al comportamiento propio de cuando se pierde el poder, de cuando hay crisis de liderazgo, cuando prima el desconcierto, cuando se es errático, cuando no se encuentra la causa o cuando hay transición entre lo viejo y lo nuevo.

Escuchamos también que es un proceso natural y hasta necesario, porque es desde el disenso y la disputa, que se consolida la renovación. Tanto de ideas como de prácticas y también de liderazgos. Es probable que a la hora de buscar comparaciones, todos tengamos presente a la figura de Antonio Cafiero. Tal vez la cara más visible de la renovación de un peronismo que, desde la derrota del 83, arrastraba una larga crisis.

También se podrá decir que se conducen las diferencias (hubiera sido interesante tenerlo presente durante el gobierno de Alberto Fernández). O que cuando dos peronistas se pelean es porque se están reproduciendo (no parecería ser el caso actual). O quienes se inclinan por la unidad podrán recordar que, como decía Perón, los ladrillos se hacen con algo de bosta (En algunos casos esa pegatina conlleva el riesgo de terminar en derrumbe).

Ser nítidos, genuinos

De las muchas lecciones aprendidas a la luz de la irrupción del fenómeno Milei, hay una que no se puede soslayar porque hacerlo significaría la anulación de todas las demás: no hay posibilidad de no ser nítidos y genuinos. Los hilos se ven cada vez más. La especulación y la simulación finalmente tienen su castigo. Aunque se logre un triunfo táctico, momentáneo. Ya no hay margen para el engaño. Ya abusamos lo suficiente del "hay que hacer lo necesario para ganar y luego, una vez en el poder, nos ocuparemos de hacer lo que haya que hacer". La única justificación para el poder no puede ser solamente la voluntad de alcanzarlo. En verdad, si el propósito no se explicita debidamente y con claridad desde el inicio, no aparecerá nunca. Se ha naturalizado que el ganar justifica todo. La causa debe preceder y estar expuesta en la disputa. Ser clara y entendible.

Canciones, viejas y nuevas

Para decirlo de manera clara. La audiencia, pueblo, gente o ciudadanía, debe poder distinguir con claridad las melodías clásicas de las emergentes.

Bien vale la pena preguntarse si la calle sabe las diferencias que impulsan las peleas actuales del peronismo. Porque si no aparece claramente el motivo, la libre interpretación es inequívoca: "se pelean por cargos, por cajas o por privilegios".

Si no hay causa que ordene, que movilice, que despierte pasiones, que inspire futuro, que interpele o que otorgue razones, seguiremos mirándonos el ombligo y dándole la espalda a quienes ya no nos quieren siquiera mirar.

Por eso no se trata de coraje. Es un poco más complejo. Cuando se dice que para dar pelea o, para ir más allá todavía, para provocar una ruptura, hace falta valor, en realidad lo que hace falta son motivos. Si la causa es clara y rotunda, entendible para el electorado y potente en su propósito y enunciación, entonces el coraje aparece solo.

Como rezaba el Martín Fierro o decía el propio Jauretche, "Que al salir, salga cortando".

No se trata de coraje, se trata de motivos. Tanto para la pelea como para la unidad.

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