Elecciones
2018: El Waterloo perfecto del PRI
Por Milton Merlo
La caída vertiginosa del partido más importante de la región se explica por una serie de errores no forzados y percepciones alteradas.

A medida que avanza el recuento de votos, el PRI se aproxima a una derrota mucho peor que la protagonizada por Roberto Madrazo en el 2006. José Antonio Meade no llegaría a los 20 puntos en la elección más grande de la historia de México. Es la caída más vertiginosa para el partido que funcionó como organizador de la vida política de México en las últimas décadas. Y cómo es de esperar no hay una sola explicación.

La maquinaria política más profesionalizada de América Latina muestra zozobra frente a un cambio de magnitud sociológica, que a su vez se combina con una serie de errores no forzados producto de una burbuja de malos cálculos y profecías nunca cumplidas, todos factores  que terminaron por atrapar al Gobierno y dieron por tierra con esa máxima que en junio del año pasado Enrique Peña Nieto lanzó ante algunos de los hombres más ricos del país en una cena en San Pedro Garza García: "Nunca fui un funcionario brillante, no soy un intelectual de la política, he llegado donde estoy porque mi talento siempre fue ganar elecciones". Su máxima cobraría fuerza cuando a las pocas semanas lograra retener el bastión del Edomex.

Ese triunfo del verano pasado explica en parte las horas al límite que ahora vive el mandatario. La victoria tricolor en Edomex, plagada de problemas e irregularidades, le dio más fuerza en temas electorales a Eruviel Avila, Enrique Ochoa, Luis Videgaray y Aurelio Nuño. Es imposible entender el triunfo de Andrés Manuel López Obrador sin las acciones de estos cuatro hombres.

El canciller, el ex dirigente del PRI -que terminó eyectado en el tramo final de la contienda- y el coordinador de la campaña de Meade reforzaron en el segundo semestre del año pasado su cerco sobre el Presidente y de ese modo alteraron su realidad y su capacidad de percepción. Un proceso que se vio facilitado además, y debe decirse, por cierta frivolidad que siempre estuvo latente en Peña Nieto.

Este grupo de hombres de poder e influencia instaló una serie de preceptos que habrían de formatear la planificación electoral. En diciembre decían, por ejemplo, que al igual que en 2006 y 2012, AMLO llegaría a los 30 o 32 puntos y luego comenzaría su inexorable caída. 

En algún momento el publicista presidencial Alejandro Quintero les recordó esa máxima de los gurús electorales que dice que cuando un candidato tiene alto nivel de conocimiento y bajos negativos ya la idea de techo electoral se desdibuja por completo. Pero prefirieron no hacer caso. En las próximas horas Morena podría perforar el 50% de las preferencias.

Luego apostaron por el concepto de que el temor a un descalabro económico -que vendría a ser representado en potencial por AMLO- era más fuerte en los votantes que el deseo de cambio o el malestar con los niveles de corrupción. El bolsillo le ganaba por lejos a cualquier nivel de indignación. Pero hacia finales de enero todas las encuestas que llevaba a Los Pinos Rodrigo Gallart reflejaban que lo que más observaba el votante para elegir su preferencia era el nivel de honestidad o la transparencia de los candidatos. Otro error.

Finalmente llegaron los últimos dos tropiezos que habrían de marcar el rumbo de la historia. Por un lado, Nuño se encargó de dinamitar cualquier tipo de acercamiento de Peña Nieto con Ricardo Anaya. Se oponían a esa ruta buscada por Videgaray. El voto sistémico terminó de partirse en dos para ya nunca más encontrar una sintonía común.

Por el otro, Ochoa se encandiló con esa vieja noción de que existía un supuesto "voto duro" del PRI siempre en torno a un 25% de las preferencias del padrón. Caso curioso porque el PRI había perdido millones de votos en las elecciones de los últimos tres años. Pero Ochoa adoptó esa idea y le prometió al Presidente una combinación cuyo resultado daba mágicamente 20 millones de votos , es decir 2 millones más de los que logró el mandatario hace seis años. El voto duro del PRI sumado a las preferencias que generaría un "candidato ciudadano". Así se terminó de gestar la idea de Meade. Quedaron fuera de la jugada funcionarios y gobernadores del partido.

2018: El Waterloo perfecto del PRI

En diciembre en Los Pinos se analizaba que Meade, un tecnócrata respetado y ex funcionario panista, era poco conocido pero que con el llamado "destape" y la infaltable "cargada" sus chances mejorarían. Nunca ocurrió. Luego se dijo que en la precampaña el itamita alcanzaría 25%, tras semanas de despliegue en tierra y juego con los gobernadores. Tampoco llegó. Más tarde se hablaba de la remontada del primer debate. Menos que menos: ninguna encuesta seria le dio nunca más de 25 puntos. En paralelo, AMLO no paraba de crecer. 

Dentro del partido se instaló un desánimo general combinado por el malestar de varios actores históricos que nunca toleraron los armados de Videgaray, Nuño y Ochoa. Perdieron la fe en su candidato, que al principio los miraba de lejos, se decía ciudadano, pero terminó por entregarse a fuerza al dogma tricolor. Era demasiado tarde. Ya se activaba a toda velocidad un voto cruzado que era siempre favorable a las chances de Morena y funcional a la ecuación de entregar la Presidencia a AMLO para retener alcaldías, congresos estatales y bancas en el Senado. Para tener presente y conseguir algo de futuro. Ese movimiento sumado al malestar social imperante con el Gobierno explican este triunfo apoteótico, que ya domina las calles y plazas de decenas de ciudades en toda la República.

México ingresa desde esta noche en una nueva era. Su sistema político pasa a una profunda revisión y reacomodamiento. Se termina el ciclo que se inició en 1982, cuando los tecnócratas - el incipiente grupo compacto - ganaban la partida dentro del PRI e instalaban un liberalismo económico que en variadas ocasiones terminó por doblegar a la política. Un capitulo de 36 años. Ahora comienza otra historia. Vienen tiempos interesantes.


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