Narcotráfico
García Luna, Trump y el Deep State
Por Milton Merlo
Enigmas y percepciones en Palacio Nacional tras la sentencia contra el ex secretario de Seguridad.

 La condena a Genaro García Luna por una corte de Brooklyn deja como principal enigma para la historia qué cambió en la relación entre el ex funcionario de Felipe Calderón y las agencias de seguridad de Estados Unidos para que en un plazo de tiempo relativamente corto García Luna pase de ser condecorado por las autoridades del país vecino - fotos con Barack Obama y Hillary Clinton incluidas -, a afrontar una condena que se conocerá el próximo 27 de junio.

De un lado y del otro de la frontera se ensaya como respuesta la presidencia de Donald Trump y su estado de conflicto permanente con las agencias de seguridad e inteligencia.

García Luna fue arrestado en Texas en diciembre del 2019. Culminaba un año turbulento para el gobierno de los republicanos porque sus políticas chocaban con las recomendaciones de la burocracia de Washington, el denominado "Deep state".

Por esos meses Trump quería desarmar el esquema de cooperación militar con Corea del Sur, alejarse de la OTAN y transferirle tecnología nuclear a Arabia Saudita para fortalecer a ese país en su conflicto permanente con Irán. Además, en febrero de ese año, a los pocos meses de que Andrés Manuel López Obrador llegara a Palacio Nacional, Trump ya hablaba de cerrar la frontera con México para combatir el tráfico de drogas.

A esto se agregaba que en la Casa Blanca de Trump se asimilaba que el juicio político que transcurría en el Capitolio contra el presidente tenía una conexión directa con la pelea permanente del magnate con militares y agentes de inteligencia.

A los pocos días del arresto de García Luna, el entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, dijo en una conversación con diplomáticos mexicanos que el arresto de García Luna era un golpe contra la DEA y la CIA, agencias que solían proteger (y condecorar) al ex secretario de Seguridad. Así se lo dijeron a López Obrador en una reunión al alba, en Palacio Nacional. Una tesis que luego sería suscrita por el embajador Christopher Landau.

Para Trump era un juego de ganar-ganar: asestar un estiletazo contra sus propias agencias rebeldes, arrestar a un político mexicano supuestamente involucrado en narcotráfico y, detalle no menor, ligarlo al cartel de Sinaloa, el mismo cuyos laboratorios de drogas Trump quería bombardear según cuentan las memorias de Mark Esper, secretario de la Defensa en esa administración.

El entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, dijo en una conversación con diplomáticos mexicanos que el arresto de García Luna era un golpe contra la DEA y la CIA, agencias que solían proteger (y condecorar) al ex secretario de Seguridad. 

Pero había además otra motivación: arrestar a un ex funcionario con mucha información sobre el comportamiento y los nexos del crimen organizado en la CDMX entre el 2000 y el 2012, los años que gobernaban el actual presidente de México y el actual canciller.

El juicio contra García Luna que finalizó los días pasados confirmó los dichos de Pompeo. Es cierto que el retrato de México ofrecido en esas audiencias es demoledor en materia de legalidad y Estado de Derecho, pero todavía fueron más impactantes las declaraciones sobre la supuesta corrupción en la DEA, el FBI y demás agencias.

En la lectura del proceso desde el Gobierno mexicano domina la tesis de que la drástica reducción de testigos durante el juicio - de 76 a 26 -, tiene mucho que ver con la información que allí se iba a revelar sobre el rol de las agencias estadounidenses en México. Algo que era inviable en la sala de audiencias del juez Brian Cogan.

Aún así, no se pudo evitar que el pasado mes de febrero 21 fiscales de diversos estados pidieran al gobierno de Joe Biden declarar a los carteles de la droga como organizaciones terroristas al estilo Al-Qaeda.

El final precipitado del juicio, más allá de la declaración de culpabilidad, no agrada en Palacio Nacional, donde se esperaban elementos más contundentes sobre los años de Felipe Calderón. Pero es un final que distiende los ánimos de la agenda más delicada en la relación bilateral con Washington y evita además los riesgos de un efecto boomerang, a once meses de la sucesión presidencial.

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