En un mundo en donde la globalización y la tecnología han erosionado las narrativas tradicionales de identidad, emergen nuevas formas y herramientas de tribalismo. |
El regreso de Donald Trump a la esfera política estadounidense simboliza más que la decadencia democrática a partir del encumbramiento del populismo autoritario: simboliza una batalla cultural que redefine las narrativas de nuestra época. En el centro de esta nueva contienda están dos ingredientes potentes: el falso tecnosolucionismo, encarnado en figuras como Elon Musk, y una crisis identitaria del individuo que apuesta por la violencia para obtener reconocimiento y validez.
En el pasado, las sociedades han buscado salvadores en la religión o en ideologías políticas. Hoy, en un mundo dominado por algoritmos y datos, el papel de redentor está siendo asumido por la tecnología. Elon Musk, con sus promesas de colonizar Marte con Space X, fusionar mentes humanas con la inteligencia artificial con Neuralink y buscar erigirse como poseedor de la verdad absoluta con su red social X, se erige como el profeta de esta nueva fe. Pero, al igual que en los mitos antiguos, estas promesas ocultan un vacío.
El tecnosolucionismo ofrece respuestas superficiales a problemas complejos e incluso existenciales. Sin embargo, gobiernos y corporaciones, así como sus líderes, se están alineando con esta perspectiva, promoviendo la idea de que la innovación técnica puede eludir los retos sociales y políticos. Pero ¿puede un algoritmo convencer a la humanidad de que la colaboración es el único camino para atajar la desigualdad? ¿Puede una "ciudad inteligente" superar las fracturas culturales que ciudades o naciones enteras arrastran por cientos o miles de años? Esta fe en la tecnología no solo resulta insuficiente, sino peligrosa, ya que desvía la atención de la acción colectiva requerida para enfrentar estas crisis.
Mientras tanto, la crisis identitaria descrita por algunos académicos como Francis Fukuyama expone una lucha que va más allá de la política convencional. Las personas no solo buscan bienes materiales o seguridad: buscan reconocimiento. En un mundo donde las narrativas tradicionales de identidad han sido erosionadas por la globalización y la tecnología, surgen nuevas formas y herramientas de tribalismo.
Trump encarna esta lucha y es, perniciosamente, uno de sus exponentes más exitosos. Su promesa de 'hacer a América grande otra vez' no es solo un llamado al nacionalismo, sino una oferta de pertenencia para quienes se sienten desplazados por un mundo cambiante que no modifica lo elemental: la distribución de la riqueza. En esta narrativa, el resentimiento de los "marginados" se convierte en una poderosa herramienta política que aterriza en el día a día con violencia entre ciudadanos comunes con motores tan poderosos como el racismo y la xenofobia.
Estas dos fuerzas, el falso tecnosolucionismo y la crisis identitaria, no son independientes. La tecnología, que prometía unificar al mundo, está fragmentando a las sociedades. Las redes sociales, algoritmos y plataformas digitales crean burbujas de desinformación y manipulación que refuerzan divisiones y amplifican conflictos. Al mismo tiempo, el enfoque tecnosolucionista perpetúa la ilusión de que estas herramientas pueden resolver las tensiones que ellas mismas han exacerbado.
Trump, Musk y otros actores de esta era representan no solo figuras políticas o tecnológicas, sino símbolos de un cambio más profundo: el colapso de las narrativas universales que una vez dieron sentido al mundo moderno y su reemplazo por relatos fragmentados y personalizados que anidan una nueva cultura que se alista para resignificar conceptos, derechos y valores construidos a lo largo de la historia de la humanidad como son libertad de expresión, la seguridad, el bienestar social, la convivencia y sus amenazas.
Bajo esta dinámica, la democracia se encamina a ser reemplazada por una especie de "tecnoaristocracia", donde los ciudadanos quedan relegados a consumidores de tecnologías y participantes pasivos de un orden que ellos mismos no han elegido. La promesa de eficiencia y agilidad, aunque tentadora, oculta el hecho de que el poder y la voz de las personas se ven diluidos en un sistema que privilegia el control y la obediencia a los algoritmos.
Para comprenderlo mejor, propuse el concepto de "ciudadanía concesionada" o "ciudadanía por concesión" que redefine la pertenencia y la participación social: en lugar de ser un derecho adquirido al nacer o mediante procesos democráticos, sería un privilegio que estos gigantes tecnológicos ofrecen a cambio de obediencia o rentabilidad. La ciudadanía, tal como la conocemos, pasaría de ser un derecho universal a una contraprestación dependiente de la lealtad y del cumplimiento de los términos que estas empresas establezcan.
Los antiguos derechos y deberes que regulaban la vida cívica serán obsoletos y la noción de pertenencia a una comunidad política se conviertiría en una membresía que puede ser revocada, alterada o suspendida según los intereses del ente tecnológico que la otorga. Para enfrentar esta guerra cultural, no basta con criticar a Trump o cuestionar a Musk. Se necesita abonar a la construcción de una narrativa que identifique y reconozca nuestras interdependencias globales y reemplace la fe ciega en la tecnología con un entendimiento más profundo de lo que significa ser humano en el siglo XXI.
La solución no está en ídolos ni en innovaciones, sino en un renovado compromiso con la colaboración, la empatía y la búsqueda colectiva de significado. El futuro no está predeterminado. Pero si no abordamos estas fuerzas con urgencia y claridad, corremos el riesgo de quedar atrapados en una era de divisiones interminables y promesas vacías.
Para superar estas divisiones, debemos replantear la relación entre la tecnología y la sociedad. En lugar de idolatrar los avances tecnológicos como fines en sí mismos, es crucial integrarlos en un marco ético que priorice el bienestar colectivo. Esto requiere una regulación que no solo limite los excesos del poder tecnológico, sino que también fomente su uso responsable para cerrar brechas sociales.
La educación desempeña un papel fundamental en esta transformación. Debemos equipar a las nuevas generaciones con habilidades críticas que les permitan navegar por un mundo digitalizado sin sucumbir a sus trampas. Esto incluye no solo la alfabetización tecnológica, sino también el desarrollo de una conciencia global que valore la diversidad y la cooperación.
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