
La presidentA está obligada a abrazar una reforma que no diseñó, que no impulsó y que, sobre todo, termina acotándola. |
En la realpolitik, Andrés Manuel López Obrador le instaló un dique más a su sucesora. La sensación de que la jefa del Estado mexicano tiene todo el poder es una ilusión que se desvanece tanto al interior de Palacio Nacional como hacia fuera. El problema es grave: el régimen se endurece sin el liderazgo de su presidenta. No controla el partido, ni el Congreso, ni la fiscalía, y ahora, con la purga en la Corte, enfrenta un contrapeso más. Lo paradójico es que este cerco no lo construyó la oposición. Lo armó su líder y el régimen que dice sostenerla.
La elección judicial fue la pieza final de un diseño cuidadosamente ejecutado: asegurar que la transición de poder no implique una transición de mando. Desde antes de asumir la presidencia, Sheinbaum ha sido rodeada por operadores que no le reportan. Andrés López Beltrán en el partido. Ricardo Monreal en la Cámara de Diputados. Adán Augusto en el Senado. Rosa Icela Rodríguez en la política interna. Y ahora, Hugo Aguilar Ortiz en la Corte. Ninguno de ellos responde a la primera mujer presidentA de México. Todos orbitan alrededor de otro centro.
Lo que se presenta como continuidad institucional es, en realidad, el encapsulamiento progresivo de la presidencia. Claudia Sheinbaum heredó la presidencia, pero no el poder. Ese es el núcleo del problema.
La Corte es apenas el ejemplo más reciente, pero no el único. La elección del 1 de junio fue presentada como una innovación democrática. En realidad, fue una operación de control. Las listas fueron filtradas desde Palacio Nacional. Los nombres circulaban por WhatsApp. Los votos fueron guiados por acordeones repartidos en las calles. La participación fue mínima. No hubo mandato y, por ende, tampoco legitimidad.
El resultado, previsto. Hugo Aguilar Ortiz, un desconocido sin trayectoria judicial reconocida, obtuvo la mayor votación. No por méritos propios, sino por su utilidad política. Fue quien facilitó el paso del Tren Maya. Su ascenso no representa una visión del derecho. Representa un pago.
Esa es la nueva Corte. No una institución que equilibra al poder, sino que preserva el poder de un solo hombre. No un tribunal del Estado, sino un escudo del régimen. Y, sobre todo, un límite para la presidenta.
El dilema para Sheinbaum es más profundo que el de gobernar con contrapesos hostiles. Su desafío es gobernar en un sistema que ya funciona sin ella. Un sistema que se ha cerrado para garantizar su permanencia. El gabinete actúa con inercia obradorista. El Congreso opera bajo una agenda heredada. Los gobernadores no miran hacia la presidencia, sino hacia el liderazgo que los eligió. Y ahora, el Poder Judicial será conducido por una lógica que no contempla el proyecto de Sheinbaum como eje, sino como amenaza latente.
Ya se ha escrito en este espacio: que Sheinbaum se emancipe de López Obrador no es un asunto ideológico, sino un acto de supervivencia. Más aún frente a Washington, que observa con atención a las figuras que aún giran en torno al expresidente.
No solo por haber desmantelado el andamiaje institucional, sino por los vínculos persistentes con el crimen organizado, por los esquemas de corrupción burdos, visibles, torpes, que fueron tolerados -e incluso diseñados- por quienes hoy siguen moviendo las piezas desde fuera del Palacio Nacional.
Sheinbaum puede posponer esa ruptura. Puede continuar abrazando esa arquitectura, justificando decisiones que no tomó, absorbiendo los costos de un poder que no ejerce. Pero el tiempo no está de su lado. Porque cada acto de validación, cada gesto de subordinación, la aleja más de su propia autoridad. El régimen puede seguir funcionando sin su conducción. Pero ella no podrá sostener la presidencia sin recuperar, en algún momento, el control.
Y ese momento no se anuncia. Se construye. O se pierde.Por favor no corte ni pegue en la web nuestras notas, tiene la posibilidad de redistribuirlas usando nuestras herramientas.