Opinión
La (penosa) evolución de la indignación mexicana
Por Miguel Ángel Romero Ramírez
En un país que acumula tragedias, de Ayotzinapa a Teuchitlán, la indignación ha sufrido cambios gracias a la política del resentimiento que promueve el régimen fundado por AMLO y que heredó Sheinbaum.

México vive en una paradoja amarga. El supuesto gobierno de izquierda, que históricamente debería fomentar y nutrir una indignación crítica capaz de transformar su sociedad, es ahora quien la contiene, controla y desactiva. La democracia pierde fuerza cuando una sociedad calla, no por indiferencia, sino por miedo a traicionar al gobierno que finalmente reconoció sus heridas y visibilizó a quienes históricamente se sienten agraviados.

En un país que acumula tragedias como cicatrices abiertas, desde Ayotzinapa hasta Teuchitlán, la indignación ha cambiado en la última década. Esto no es casualidad. Es resultado directo de la política del resentimiento que Andrés Manuel López Obrador estableció como base de su gobierno y que Claudia Sheinbaum ha heredado y promovido fielmente.

Francis Fukuyama, en su libro "La política del resentimiento", advierte claramente sobre esta trampa. Explica cómo los líderes populistas aprovechan las heridas abiertas de un pueblo históricamente agraviado para exigir lealtad absoluta. No hay espacio para rendición de cuentas porque las críticas se transforman en ataques. Los señalamientos de ineficacia desaparecen porque todos aquellos que consideran un logro la llegada del nuevo régimen se vuelven laxos con los errores y las fallas que antes reprochaban.

El reciente descubrimiento del campo de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, es un ejemplo brutal y doloroso. Una noticia que debió, por su gravedad, haber encendido una respuesta pública contundente y masiva apenas produjo un par de marchas y pronunciamientos que se están diluyendo. La respuesta sin tracción, no es fruto del desinterés ni de la insensibilidad colectiva, sino de un miedo profundo de una mayoría que se inhibe con la posibilidad de debilitar al gobierno que tanto anhelaba; gobierno que gana espacio para traicionarlos de manera sistemática. ¿Quién se atreve a cuestionar a quienes que por fin los visibilizó? Es una de las preguntas trampa.

Ayotzinapa, aquel episodio sombrío ocurrido en 2014, muestra también claramente este cambio. Cuando desaparecieron los 43 estudiantes bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, la indignación fue inmediata, absoluta e imparable. Ahora, incluso cuando el actual régimen ha fallado reiteradamente en ofrecer respuestas claras sobre la tragedia, el enojo público se desvanece rápidamente. Quienes en su momento fueron activistas y periodistas incansables hoy encuentran razones para justificar y tolerar las limitaciones, silencios oficiales y posturas lamentables como la del presidente del Senado.

Este fenómeno no ocurre por accidente, sino que es deliberadamente inducido por una narrativa política que presenta cada crítica como una amenaza existencial. López Obrador, y ahora Sheinbaum, han creado un vínculo afectivo con el pueblo, basado en la gratitud y en el resentimiento hacia las élites. Así, cualquier cuestionamiento al gobierno parece dirigido contra la esencia misma del movimiento que los llevó al poder.

Aquí reside la astucia más oscura del populismo, utiliza la indignación original como moneda política: el reconocimiento y la visibilidad que otorga el gobierno a los históricamente agraviados se intercambia por silencio y obediencia. La lógica emocional sustituye cualquier análisis racional, dejando a la democracia en peligro y a la sociedad vulnerable frente a abusos, errores y negligencias. Una simple y llana estrategia política. El "pueblo bueno" no quiere ser tildado de traidor o ingrato.

La indignación en México no ha muerto, pero está atrapada en un dilema moral y político complejo. Recuperar la capacidad de exigir justicia, cuestionar y criticar sin miedo, no es solo un acto necesario de valentía política, sino un deber democrático fundamental. México necesita romper con urgencia este engaño emocional que mantiene rehén a su democracia.

Mientras esto no ocurra, tragedias como Ayotzinapa o Teuchitlán seguirán acumulándose como simples notas al margen en una historia donde la indignación selectiva debilita cada vez más la esencia misma del cambio social y político que México necesita desesperadamente. 

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