Opinión
Impuestos al pecado en México: ¿política recaudatoria sin impacto en salud?
Por Miguel Ángel Romero Ramírez
Los precios suben, la recaudación crece y a demanda se adapta al nuevo costo sin modificar hábitos de fondo

El Paquete Económico 2026 llega con una promesa ambiciosa: mantener a flote al gobierno mientras financia programas sociales y, al mismo tiempo, inducir mejores hábitos de consumo. El instrumento elegido es familiar: ampliar y aumentar los impuestos especiales (IEPS) sobre refrescos, ultraprocesados, tabaco, apuestas y ahora también videojuegos violentos. El mensaje oficial insiste en la salud pública, pero el diseño operativo privilegia la recaudación. Hacienda estima obtener 142,595.2 millones de pesos por "impuestos saludables", un aumento de 62.1% frente a 2025, de acuerdo con el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP). El dilema aparece de inmediato: ¿qué compra exactamente el contribuyente con cada peso extra si no hay trazabilidad sobre el destino de los recursos?

Las modificaciones propuestas son relevantes. Para refrescos, la cuota específica pasaría de 1.6451 a 3.0818 pesos por litro, acercando el gravamen al 20% del precio final, dentro del umbral recomendado por la Organización Mundial de la Salud para inducir cambios de comportamiento, siempre y cuando se acompañe de políticas integrales. En tabaco, se plantea elevar la tasa ad valorem y añadir una cuota por cigarro, con incrementos graduales hasta 2030.

La experiencia mexicana muestra que el impuesto al refresco de 2014 redujo compras 6% el primer año y 9.7% el segundo, con mayor efecto en hogares de bajos ingresos. Después, la tendencia se estabilizó: aun con precios más altos, la demanda se mantuvo y el costo se trasladó casi por completo al consumidor. El resultado es claro: el Estado recaudó más, pero el consumidor mantiene su preferencia por encima del ajuste en precio. Encarecer productos no necesariamente inhibe su consumo. Encarecer productos rara vez logra modificar hábitos de consumo de forma sostenida.

Este contexto convierte a la transparencia un tema central. Sin un mecanismo público de seguimiento, el relato de salud pierde legitimidad. Hoy no hay certeza de si los recursos derivados del IEPS financiarán hospitales, bebederos escolares o medicamentos, o si terminarán en proyectos sin vínculo sanitario: Pemex, espectáculos gratuitos en el Zócalo, más asesores o bots en redes, tapar baches a lo largo y ancho del país. La pregunta persiste ¿qué pagan exactamente los mexicanos con este impuesto?

El problema se agudiza con gravámenes que rayan en lo simbólico, como el de los videojuegos violentos. La probabilidad de impacto sanitario es baja, mientras el potencial de conflicto administrativo y jurídico es alto. La evidencia académica y recomendaciones de organismos multilaterales como la OMS son enfáticos en que si bien la imposición de impuestos es deseable hasta cierto punto, la medida en sí misma no resuelve la problemática sanitaria de sobrepeso. A esta estrategia tributaria se le deben de sumar otras políticas públicas que atiendan los distintos factores que influyen en el padecimiento.

Aunado a ello, la propuesta de Ley de Ingresos 2026 también incorpora imponer impuestos los edulcorantes, también conocidos como sustitutos de azúcar, bajo la misma narrativa del impuesto al pecado. Pero este caso es distinto. Los edulcorantes han sido evaluados durante décadas por la OMS, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) y la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA), que coinciden en su seguridad dentro de los límites establecidos y en su utilidad para dietas de reducción calórica. Para millones de personas con sobrepeso, obesidad o diabetes, representan una herramienta eficaz para disminuir el consumo de azúcar.

Colocarlos en la misma categoría que refrescos y ultraprocesados abre una contradicción política y científica. La medida los estigmatiza fiscalmente mientras la evidencia los respalda como una herramienta clave. La tensión no es menor: si el objetivo es desalentar el azúcar, penalizar a quienes buscan sustituirlo erosiona la coherencia de la política pública. México corre el riesgo de convertir un instrumento sanitario en un mero engranaje recaudatorio, debilitando la credibilidad de la estrategia y, con ella, la confianza de los ciudadanos.

Todo indica que los impuestos al pecado, diseñados para castigar al consumidor por sus "malas prácticas" mediante el aumento de precios en los productos de su preferencia, se justifican bajo un supuesto enfoque paternalista que pretende cuidar la salud de los mexicanos. Pero la ausencia de políticas públicas que acompañen la medida, la falta de evidencia sólida sobre su capacidad para desalentar el consumo y la carencia de mecanismos que transparenten el destino de los recursos revelan su verdadera naturaleza: una estrategia esencialmente recaudatoria. 

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