
Mientras Musk convoca a un hackathon para diseñar una API que agilice el gobierno, miles de ciudadanos estadounidenses protestan en las calles. |
Durante décadas, modernizar el gobierno ha sido una aspiración utópica. La burocracia, con su lentitud y redundancias, se convirtió en sinónimo de ineficiencia. Pero lo que antes parecía requerir reformas institucionales profundas hoy se presenta como un problema técnico. Si toda interacción humana puede ser trastocada por la tecnología, ¿por qué no el gobierno mismo?
Eso parece pensar el equipo detrás del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la oficina que lidera Elon Musk y desde la cual se propone rediseñar el Estado desde sus sistemas operativos. Esta semana, el Tesoro anunció la formación de una unidad de élite con los ingenieros más experimentados del IRS. El objetivo declarado es modernizar la infraestructura tributaria, reemplazar tecnologías obsoletas y ofrecer al contribuyente un servicio más eficiente. En paralelo, DOGE despidió a decenas de tecnólogos, incluyendo figuras clave en ciberseguridad y gestión de riesgos. Los recortes fueron drásticos, no quirúrgicos. Se desmontaron estructuras enteras en días.
En el centro de este impulso se encuentra un concepto técnico con implicaciones políticas profundas: la API. Una API -Interfaz de Programación de Aplicaciones- permite que distintos sistemas se comuniquen entre sí. Es lo que hace posible que una app de transporte muestre en tiempo real la ubicación de un auto o que una plataforma de pago acceda a la cuenta de banco. Aplicada al gobierno, una API busca algo más ambicioso: transformar funciones burocráticas en servicios digitales modulares, accesibles, programables.
Pero gobernar no es automatizar. Sam Corcos, uno de los ingenieros al frente de este rediseño, ha dicho que el IRS aún opera con mainframes antiguos escritos en COBOL y Assembly, lenguajes de programación casi fósiles. Su misión es reemplazarlos por sistemas modernos en cuestión de semanas. Según fuentes dentro del IRS, eso no solo es inviable desde lo técnico; podría poner en riesgo la próxima temporada de impuestos. Porque esos sistemas, aunque anticuados, sostienen funciones críticas que no pueden simplemente desconectarse sin consecuencias.
Aquí emerge una paradoja: la visión de un Estado más eficiente, más ágil, más tecnológico es seductora. Pero los encargados de llevarla adelante -Corcos, Kliger, Musk- no han sido electos, no enfrentan audiencias públicas ni están sujetos a mecanismos institucionales de control. Su autoridad proviene de su experticia técnica, no de un mandato democrático. Lo que está ocurriendo no es una reforma institucional: es una intervención silenciosa, rápida, y sin consentimiento ciudadano.
Y, sin embargo, la ciudadanía respondió. El 5 de abril, bajo la consigna "Hands Off", más de un millón de personas protestaron en los 50 estados. Las pancartas no hablaban de código ni de APIs. Hablaban de saqueo, de pérdida, de una transformación profunda que ocurre sin debate. Acusan a Trump, a Musk, a DOGE, no solo de privatizar funciones públicas, sino de hacerlo con una velocidad que impide deliberación alguna.
Una API puede ser poderosa, sí. Puede automatizar procesos, eliminar trámites, facilitar interacciones. Pero no puede deliberar. No puede tomar decisiones sobre quién debe ser atendido primero, ni cómo se protege a los más vulnerables. No puede asumir responsabilidad ética.
El experimento que hoy se ensaya en Estados Unidos no es solo una modernización. Es una reescritura del contrato entre ciudadanía y gobierno, codificada por ingenieros y ejecutada a la velocidad del software. Y el verdadero riesgo no es que falle. Es que funcione, y lo haga sin que nadie lo haya votado.
Porque un gobierno convertido en interfaz puede ser más eficiente. Pero también puede dejar de ser de la ciudadanía.
Por favor no corte ni pegue en la web nuestras notas, tiene la posibilidad de redistribuirlas usando nuestras herramientas.