Opinión
Con Trump en el bolsillo, Elon Musk definirá el futuro tecnológico de occidente... y tal vez de la humanidad
Por Miguel Ángel Romero Ramírez
La supremacía tecnológica se alista a devorar a los Estados/Nación bajo una narrativa simplista de mejora en eficiencia gubernamental y ante el sustentado desencanto de los ciudadanos frente a sus viejas instituciones y anquilosadas estructuras de poder.

Elon Musk se ha consolidado como uno de los visionarios más influyentes del mundo. No solo lidera proyectos revolucionarios como Neuralink y SpaceX, que prometen cambiar el rumbo de la humanidad, sino que ahora, gracias a esa misma visión, cuenta con un respaldo político y financiero poderoso. Luego de apostar, literalmente, más de 130 millones de dólares en la campaña de Donald Trump, el magnate tecnológico se alista para redefinir la posición de Estados Unidos en un escenario global en donde la verdadera guerra se está dando en el terreno de los algoritmos y la inteligencia artificial.

Sin embargo, esa tecnología, impulsada por intereses privados, está lista para devorar a los Estados/Nación, con la promesa simplista de una eficiencia gubernamental que se ajusta a los deseos de una ciudadanía cansada de instituciones que parecen incapaces de responder a las demandas de un mundo en rápida transformación. Será desde el nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE por sus siglas en inglés) en la administración de Donald Trump, el lugar desde donde Elon Musk instale esta nueva y peligrosa narrativa.

Estamos en la antesala de una nueva filosofía gubernamental que presenta a Musk como una suerte de salvación ante las anquilosadas estructuras de poder que, según sus promotores, han perdido su capacidad para proteger y promover el bienestar común. La tecnología, dicen, proverá lo que los Estados han fracasado en dar: rapidez, innovación y una visión futurista sin burocracias que la frenen.

Sin embargo, este discurso simplista oculta una transformación peligrosa: el traspaso del poder desde manos públicas y democráticas hacia entidades privadas que no responden a ninguna fiscalización ciudadana. Musk no solo crea tecnología; sino establecerá las reglas para su adopción y define los valores que la sostienen. En este nuevo modelo, los líderes tecnológicos se colocan por encima de la política y proyectan su influencia sin la necesidad de justificar sus acciones ante ningún ente democrático. Así, los ciudadanos, lejos de ser los beneficiarios de esta supuesta eficiencia, se convierten en sujetos pasivos, dependientes de decisiones que se toman en los centros de poder empresarial.

Las promesas de un gobierno más ágil y eficiente en realidad nos acercan a un sistema en el que los derechos y las libertades quedan subordinados a los algoritmos y los intereses comerciales. La narrativa de progreso tecnológico como reemplazo de la gobernanza estatal presenta un problema aún mayor: sugiere que las estructuras democráticas son prescindibles, un obstáculo para el desarrollo. Al promover una visión en la que el poder de decisión radica en la capacidad tecnológica y no en la voluntad popular, Musk y otros líderes están redefiniendo el concepto mismo de ciudadanía.

El derecho a participar en el futuro se convierte en una prerrogativa de quienes poseen el control de la tecnología avanzada. En esta dinámica, la democracia es reemplazada por una especie de "tecnoaristocracia", donde los ciudadanos quedan relegados a consumidores de tecnologías y participantes pasivos de un orden que ellos mismos no han elegido. La promesa de eficiencia y agilidad, aunque tentadora, oculta el hecho de que el poder y la voz de las personas se ven diluidos en un sistema que privilegia el control y la obediencia a los algoritmos.

El riesgo es profundo y tiene implicaciones existenciales para nuestras sociedades. Si el futuro estará determinado únicamente por aquellos que detentan el poder tecnológico, los principios de igualdad, justicia y libertad se reducen a ideales vacíos. En esta visión de mundo, los ciudadanos pierden su autonomía para convertirse en piezas de un engranaje que funciona con eficiencia, pero sin alma. En lugar de una sociedad construida sobre principios compartidos, avanzamos hacia una estructura donde los valores y las decisiones respondan a métricas de rentabilidad y eficiencia, desplazando cualquier principio ético o comunitario.

Este modelo de supremacía tecnológica plantea un futuro en el que la sociedad es reconfigurada para ajustarse a los intereses de una élite tecnocrática, dejando a los Estados y a los ciudadanos en una posición subordinada y, en última instancia, irrelevante. En el horizonte, la ciudadanía podría dejar de ser un derecho propio para convertirse en una concesión otorgada por entidades privadas, que reemplazarán la figura del Estado.

Para comprenderlo mejor, propongo el concepto de "ciudadanía concesionada" o "ciudadanía por concesión" que redefine la pertenencia y la participación social: en lugar de ser un derecho adquirido al nacer o mediante procesos democráticos, sería un privilegio que estos gigantes tecnológicos ofrecen a cambio de obediencia o rentabilidad. La ciudadanía, tal como la conocemos, pasaría de ser un derecho universal a una contraprestación dependiente de la lealtad y del cumplimiento de los términos que estas empresas establecen.

El "ciudadano" será solo un consumidor de servicios y sus derechos dependerán de su relación con la tecnología. Los antiguos derechos y deberes que regulaban la vida cívica serán obsoletos y la noción de pertenencia a una comunidad política se conviertiría en una membresía que puede ser revocada, alterada o suspendida según los intereses del ente tecnológico que la otorga.

Este modelo de ciudadanía por concesión implica, además, que las corporaciones asumirían un poder de control mucho mayor que el de los Estados. El riesgo de esta ciudadanía por concesión será una pérdida absoluta de los principios democráticos que alguna vez fundamentaron las sociedades modernas. Si los derechos son otorgados y regulados por empresas, el sentido de justicia, libertad e igualdad que alguna vez representaron los Estados queda en el pasado. Este nuevo contrato social entre ciudadanos y corporaciones convierte a los individuos en herramientas funcionales de una estructura de control, sin posibilidad de cuestionar ni de incidir en los principios que rigen sus propias vidas.

El concepto de "ciudadanía concesionada" marca el fin de la democracia y el inicio de un régimen tecnocrático que decide el valor de cada persona, no en función de su humanidad, sino de su rentabilidad y adaptabilidad a los parámetros establecidos por los nuevos amos tecnológicos.

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