La tragedia de los 43 estudiantes adquiere una nueva dimensión: quienes usaron el tema como bandera para llegar al poder llevan 7 años sin resolver nada.
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La historia contemporánea de México reúne calvarios que han cimbrado al país y que han desatado la movilización social. La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa ocupa un lugar central en esa dinámica.
Las desgracias en las que confluyen el crimen organizado y el propio Estado mantienen un mismo patrón: las víctimas permanecen en la indefensión, primero por la violencia que las atacó y después por la omisión institucional que prolonga su sufrimiento. La diferencia, de 7 años hacia acá, radica en que quienes construyeron su legitimidad sobre la promesa de justicia se han convertido en simples administradores del dolor.
El espejo de Ayotzinapa muestra cómo el "movimiento" que se presentó como izquierda transformadora utilizó el dolor colectivo como trampolín político y terminó burlándose de quienes confiaron en ella. La tragedia se convirtió en una bandera político-electoral pero no en justicia. Ese reflejo se amplifica al observar la herencia de los gobiernos anteriores.
El estilo chabacano de Vicente Fox redujo la vida institucional a ocurrencias mediáticas y desperdició la oportunidad de una transición democrática con profundidad. Felipe Calderón emprendió una guerra contra el narcotráfico que multiplicó la violencia, extendió territorios de impunidad y desató un ciclo sangriento que aún define la vida del país. Enrique Peña Nieto consolidó un sistema de corrupción sofisticado, capaz de proteger a las élites políticas mientras la ciudadanía acumulaba agravios. Cada administración dejó heridas abiertas.
Sin embargo, la supuesta izquierda prometió desmontar y resolver esas herencias. Con el caso Ayotzinapa tuvo en sus manos la posibilidad de construir un antes y un después en la relación entre Estado y sociedad. En lugar de atender esa deuda, optó por administrar el dolor como recurso político. Convirtió la indignación en capital electoral y después relegó a las víctimas al silencio.
Ayotzinapa pasó de ser símbolo de dignidad a convertirse en símbolo de impunidad, perpetrada y continuada también por el actual régimen, no solo de aquel que encabezaba el PRI cuando ocurrió la desaparición de los estudiantes.
El espejo de Ayotzinapa proyecta una imagen cruel: el país carga con un poder que habla de justicia mientras perfecciona mecanismos de omisión. El dolor de las familias se ha transformado en un peregrinaje interminable, los informes oficiales se fragmentan en piezas incompletas y la respuesta estatal permanece en el terreno de la retórica.
Cada aniversario convoca a la memoria y también a la certeza de que la política mexicana ha aprendido a domesticar incluso la indignación más potente. El caso enmarca un patrón del sistema mexicano que acumula feminicidios sin castigo, desaparecidos invisibilizados y cientos de municipios gobernados por el narcotráfico.
Cada tragedia sigue la misma secuencia: horror inicial, indignación social, promesa de cambio y desgaste institucional. Ayotzinapa condensa esa lógica en su forma más cruenta porque el poder que surgió de la indignación eligió reproducirla.
El espejo de Ayotzinapa devuelve una imagen sórdida: la política mexicana puede convertir el dolor en bandera, transformar la indignación en campaña, absorber el reclamo social en narrativa de poder.
La democracia pierde credibilidad cuando sus tragedias emblemáticas se convierten en expedientes congelados. Un país atrapado en su propio ciclo de impunidad: un pasado de frivolidad, guerra y corrupción que no fue superado y un presente de omisión que obliga a prolongar la tragedia.
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