Editorial
El peligroso efecto "Qué diablos" en la corrupción
Por Beatriz Navarro
Cuando las justificaciones se casan con las bajas expectativas, la corrupción florece. La importancia de una sociedad en acción.

Pedro Pablo Kuczynski, envuelto en un escándalo de corrupción que involucra sobornos por casi $800 millones de dólares, anunció el pasado miércoles su renuncia a la presidencia del Perú. Este caso se suma a la ola destructiva de Odebrecht, que ha sido capaz de remover a jefes de estado, de evidenciar la vulnerabilidad de los controles establecidos al sistema financiero y de demostrar la fragilidad de la democracia.

Simplificando el tema, Grupo Odebrecht es un conglomerado brasileño, contratista de obra pública con operaciones en más de 25 países alrededor del mundo. La caja de pandora se destapa el 19 de junio de 2015, cuando autoridades brasileñas detienen al CEO de la compañía, Marcelo Odebrecht, por pagar sobornos al gigante petrolero Petrobras a cambio del otorgamiento de contratos e influencia. Meses después Marcelo Odebrecht es sentenciado a 19 años y 4 meses de prisión, no sin antes revelar nombres y detalles de pagos a funcionarios del más alto nivel. Junto con él, 77 empleados de la compañía accederían también a dar nombres, fechas y montos con el fin de reducir sus sentencias.

Al día de hoy, van ya 12 países con investigaciones relacionadas a este caso, 10 de los cuales se encuentran en América Latina. Pero la corrupción no es una manifestación cultural y, por tanto, no es una característica propia de nuestra región. Tampoco es una consecuencia natural de la acumulación de capitales, ni el costo que inversionistas deben asumir como "fijo" para el desarrollo de infraestructura. La corrupción es el abuso del poder para el beneficio propio, de acuerdo con Transparency International. Es un cáncer devastador que, cuando invade, aniquila la esperanza en las sociedades. Carcome la democracia y el estado de derecho, abre la puerta a innumerables violaciones de derechos humanos, distorsiona los mercados y permite el florecimiento de la delincuencia organizada.

¿De qué depende el grado de indignación social que causa un caso como Odebrecht? De la percepción. La cobertura mediática del caso Odebrecht es ya un arma de doble filo que requiere de un análisis más profundo para la dimensión sus consecuencias

Por obvias razones, el discurso anticorrupción está presente en la narrativa político- electoral latinoamericana. Cabe recordar que este 2018 se celebran elecciones en Brasil, México, Colombia y Paraguay, y en todas estas naciones, en mayor o menor medida, el talón de Aquiles de candidatos y partidos políticos es, precisamente, el cáncer de la corrupción. La diferencia radica en que cada sociedad elige el tratamiento adecuado para la cura de su mal. La corrupción no es cultural, lo cultural de la corrupción es el grado de tolerancia que cada nación posea.

¿De qué depende el grado de indignación social que causa un caso como Odebrecht? De la percepción. La cobertura mediática del caso Odebrecht es ya un arma de doble filo que requiere de un análisis más profundo para la dimensión sus consecuencias. Por un lado, ha demostrado la fortaleza de sistemas jurídicos y la existencia de mejores recursos legales que facilitan la cooperación internacional para la investigación y el castigo a estas conductas, lo cual, podría traer como resultado un incremento a los costos de transacción de los corruptos. Por otro lado, ha expuesto la relativa sencillez con la que fue posible cooptar sistemas enteros, sobornar a altos funcionarios, candidatos y partidos políticos, lo cual, podría terminar reforzando la percepción de una consolidada política pública corrupta, quizás, a nivel mundial.

Si los ciudadanos perciben que la corrupción es un elemento constante en su vida cotidiana, queda destruida la legitimidad de la democracia. En otras palabras, una sociedad aletargada y carcomida por este mal asume que la corrupción es inherente a cualquier actividad comercial y, en el ámbito público, carecerá de expectativas sobre la calidad de los servicios públicos más básicos y, evidentemente, sobre la calidad de sus políticos. En una encuesta realizada por el Banco Interamericano de Desarrollo en 2016, los ciudadanos de la región reportaron un grado de satisfacción con los servicios públicos en promedio de 4.8 en una escala de 0 a 10. Un hecho interesante: las expectativas de los ciudadanos resultaron tan bajas que, de hecho, estarían recibiendo un servicio mejor de lo esperado.

Cuando hablo de corrupción creativa, no me refiero a la creatividad del corrupto para perpetuar y disfrutar los frutos de su crimen, sino a la creatividad necesaria que deben tener estos sujetos para justificar su actuar sin percibirse a sí mismos como corruptos

Al respecto, nada más nocivo para la democracia que las justificaciones mezcladas con bajas expectativas. En su libro, The Honest Truth About Dishonesty, Daniel Ariely expone a través de una serie de experimentos de economía del comportamiento que los individuos de las sociedades modernas presentan una mayor distancia psicológica entre sus acciones y las consecuencias de sus actos, lo cual, proporciona una mayor libertad para racionalizar conductas tramposas. En el caso Odebrecht, es tal la distancia entre las acciones de los empresarios y políticos corruptos y las consecuencias sociales que sus actos generaron, que resulta fácil, incluso congruente, terminar racionalizando y justificando la corrupción.

Ariely advierte también que cuando se generaliza la percepción de que la trampa es la norma, se produce un what the hell effect, o "efecto qué diablos", en el que rutinariamente se escogerá actuar con trampas. De todo esto, resulta relevante entonces analizar con lupa la selección de palabras que utilicen los candidatos políticos cuando se refieran al combate a la corrupción en sus narrativas de campaña. Prudente evitar en estos tiempos lugares comunes como "la corrupción somos todos" o "el cambio está en uno mismo."

Cuando hablo de corrupción creativa, no me refiero a la creatividad del corrupto para perpetuar y disfrutar los frutos de su crimen, sino a la creatividad necesaria que deben tener estos sujetos para justificar su actuar sin percibirse a sí mismos como corruptos. Resulta refrescante ver a una sociedad civil latinoamericana, lo suficientemente despierta y sofisticada que ya no justifica el corrupto ejercicio del poder y que demanda, con justa razón, mayor transparencia y rendición de cuentas a sus funcionarios y representantes.

Seguramente Odebrecht seguirá dando de qué hablar, mientras tanto convendría mantener cierto respeto al lenguaje utilizado cuando hablemos de corrupción, después de todo, nos enfrentamos a un fenómeno que implica el manejo de percepciones y éstas son fácilmente seducidas por los verdaderos cuenta cuentos. 

Beatriz Navarro es abogada por el ITAM con Maestría en la Fletcher School of Law and Diplomacy en la Universidad de Tufts. Especialista en análisis de políticas públicas sociales y consultora para la iniciativa de recuperación de activos (StAr Initiative) en el Banco Mundial. Actualmente es consultora para el Banco Interamericano de Desarrollo en Washington DC.

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