
Asistí a la gala anual de la Guía Michelin. Todos lo están rompiendo. Todos la están descosiendo. Nadie, jamás, cocina mal. |
Asistí, una vez más, a la gala anual de la Guía Michelin. A fines del 2023, fue en Buenos Aires: una puesta en escena que mezcló apuro electoral, luces prestadas y cierta desesperación gourmet. Esta vez, en cambio, la función se trasladó al teatro natural de la Bodega Susana Balbo, en Mendoza, donde la Cordillera se asoma como telón y no como postal. Todo, absolutamente todo, fue mejor. Incluso el oxígeno parecía filtrado por un sommelier.
La diferencia entre ambas ceremonias es la misma que separa un bufé frío de hotel de aeropuerto y un kaiseki en Kyoto. La edición porteña, organizada entre gallos, medianoches y ministros ansiosos por dejar legado gastronómico en el cierre de su gestión, fue un resumen de urgencias. La mendocina, en cambio, tuvo producción, temple y Petrossian (con puesto propio, dicho sea de paso). Hasta el servicio fue eficiente, lo cual, en este tipo de eventos, ya bordea lo milagroso.
El gobernador Cornejo estuvo presente, como corresponde a alguien que entendió que una estrella puede pesar tanto como una ley. La provincia tomó en serio su papel y eso, en este juego de apariencias y fuegos sagrados, se nota.
Pero la gala, como toda liturgia que se precie, empieza mucho antes de que el incienso suba al altar. La previa es un carnaval de narcisismos donde los gastronómicos se confiesan sin culpa y con más embuste que convicción. Apenas uno aterriza en tierra mendocina, comienzan los cuchicheos y las falsas modestias: "¿A vos te invitaron a la cena en...? No, a mí me llegó otra cosa". Se alza el velo de las microjerarquías del convite, y con él, el tejido social del sector.
Este año, el ágape secreto (aunque todos lo supieran) fue en la Finca El Paraíso de Luigi Bosca, donde el autoelogio circuló más rápido que el vino. Todos lo están rompiendo. Todos la están descosiendo. Nadie, jamás, cocina mal.
La comedia alcanza su cenit cuando entra en escena el tráfico subterráneo de entradas. La Guía Michelin, hermética como un monasterio cartujo, controla el ingreso con celo suizo: invitación nominal, una por chef, sin acompañante para prensa e influencers. Resultado: una reedición criolla de The Running Man, donde el objetivo es simple: colarse. Las espinas dorsales se doblan con una plasticidad que haría llorar de emoción a cualquier contorsionista del Cirque du Soleil. Lo que uno ve no es decadencia: es aspiracionalismo sin pudor, con el código de vestimenta del "to see and be seen".
Y, como toda tragicomedia, hay final feliz: las parejas entraron. La sociedad se preserva.
Durante la ceremonia, el catering hizo lo suyo. Malargüe se presentó en forma de cordero braseado (CHAN), y un puestito discreto de Petrossian, ese símbolo de la aristocracia del sabor, pasaba casi desapercibido. El beluga no conquista todavía. Quizás porque no viene en frasco grande o porque aún hay quien cree que esas bolitas grises son una suerte de arvejas venidas a menos.
La gala es un teatro del suspenso. Iván de Pineda, maestro de ceremonias, juega al Hitchcock con una audiencia en tensión. El misterio de las estrellas produce efectos físicos. Algunos caen, otros lloran, muchos ríen nerviosamente. Hay algo de ritual evangélico, con imposición de manos incluida. El cocinero camina los veinte metros que separan la incógnita del veredicto como si fueran una pasarela entre el cielo y el infierno.
Si uno es un testigo lúcido, entiende que lo importante no está en el escenario, sino en las caras. Los silencios dicen más que los discursos. Vi mucho. No contaré nada. Pero sí diré esto: en la foto grupal hay gente que empuja, que tapa, que se adelanta. Y también, por fortuna, abrazos sinceros.
Tras la gala, el vino vuelve a correr y las conversaciones cambian de tono: más eufóricas, más sueltas, más sinceras. Algunos desaparecen rápido, como si el anonimato post estrella fuera menos doloroso si se ejecuta con presteza. Otros siguen la fiesta. La fiesta después de la fiesta esta vez fue en Chachingo, la cervecería de Alejandro Vigil. Una cita para la que mi reloj biológico -cruzando los cincuenta- ya no tiene batería. Agradecí el convite, decliné con elegancia.
Hoy, martes 8, escribo estas líneas. Y lo que más se escucha no son aplausos, sino suspiros. Cocineros decepcionados, periodistas indignados. Todos tienen argumentos. Todos se sienten injustamente ignorados.
Bienvenidos a Michelin.
Una semana antes, en Francia, a Georges Blanc le quitaron la tercera estrella después de 44 años. Albert Adrià sigue sin la segunda. Mugaritz, con dos décadas de vanguardia, sigue sin la tercera. ¿Qué pretendían? ¿Justicia?
Michelin no premia influencias. Tampoco lobbies. Es francés, y eso lo explica todo: malhumorado, enigmático, hermético. Acepta presiones con la misma gracia con la que un maître acepta un cambio de mesa cuando el restaurante está lleno.
Pero hay, pese a todo, un mensaje en sus decisiones.
Venimos de una industria -América Latina entera viene de ahí- habituada al juego amañado. En el 50 Best, el que paga, entra. Los periodistas escriben según el presupuesto, y las agencias hacen lo que mejor saben hacer: lo mismo de siempre. Traer a los de afuera, pagarles todo, y pedir muchas notas.
Y aquí, la regla no funcionó. Y eso duele.
Hay restaurantes que jamás podrán competir. No tienen bodegas, ni sponsors, ni agencias detrás. No hay capitales, solo esfuerzo. Y por eso la partida está siempre marcada. Puede que ganen una mano, pero nunca la mesa.
Ácido es un caso ejemplar. Lo he criticado. También lo he defendido. Este año, Michelin lo premia: Bib Gourmand y mejor chef joven para Nicolás Tykocki. ¿Qué gana Michelin? Nada. Y eso, precisamente, es lo que le da valor.
No es política. No es lobby. Es un mensaje: nadie está seguro. Ni siquiera los poderosos.
El caso de Crizia también es significativo. No porque esté al margen del juego -al contrario, lo juega con entusiasmo-, sino porque al menos lo hace con una coherencia poco habitual: la de haber sostenido durante más de veinte años una identidad marina en tierra firme. En un país donde los proyectos mutan más que los precios, esa persistencia casi obstinada justifica, sin demasiadas objeciones, la estrella que recibió.
Santa Inés, en cambio, es otra cosa. Como Ácido, es uno de esos premios de los que Michelin no obtiene rédito alguno: ni político, ni económico, ni simbólico. Es, sencillamente, una forma de decir "no nos compran". Una cocina de barrio, íntima y entrañable, sostenida por dos cocineras que cocinan con amor, por y para su entorno. Una de esas decisiones que, justo por ser inexplicables en términos de conveniencia, resultan elocuentes.
Quienes más se quejan son los periodistas y los influencers. El sistema los desplazó. Michelin les dice, sin decirlo: "Sus notas no nos interesan". Brutal. Liberador.
No, Michelin no es justo. Pero en un continente donde las injusticias siempre favorecen a los mismos, esta injusticia repartida puede leerse como una forma excéntrica de equidad.
Y eso, créanlo o no, es mucho.
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