Una misa con templo
El Trompa de San Telmo
Por Leandro Caffarena
Entre cortes impecables y clientela fiel, Hugo Echevarrieta sostiene La Brigada como un bastión de autenticidad en San Telmo, al margen de rankings, modas y adulaciones. Un retrato en carne viva de uno de los grandes olvidados (por los comunicadores) de la gastronomía argentina.

Atravesar el Microcentro a mediodía, desde las alturas civilizadas de Belgrano R, se ha vuelto una gesta. Una suerte de slalom urbano en el que uno sortea zanjas municipales trazadas con saña, piquetes más simbólicos que eficaces y una coreografía de colectivos, peatones y motos que parecería escrita por un coreógrafo ciego y rencoroso. París tenía sus boulevards; Buenos Aires prefiere el caos.

Y sin embargo, si no fuera por ese calvario diario, almorzaría cada semana en La Brigada. No es un acto gastronómico. Es un gesto de fe. Una liturgia de barrio. Un rezo carnívoro. Hugo -porque aquí los apellidos sobran- oficia como sumo sacerdote de una cofradía no declarada, en la que los fieles no llevan sotana sino camisa remangada, vientre de comerciante y mirada cansada.

No son las caras famosas -aunque las haya, y muchas- las que explican el alma de La Brigada. Políticos, empresarios, artistas, futbolistas: todos han pasado y seguirán pasando. Pero Hugo nunca cerró su casa por ellos. Porque lo que sostiene ese lugar no es la excepción mediática, sino la repetición anónima. Son los clientes de todos los días, los que no almuerzan en casa porque ya no hay casa, o porque Hugo es, desde hace años, su única mesa cierta. No son grises; o lo son, pero de ese gris tibio que se enciende al calor del asado y del vino. Gente que encuentra, en medio de la jornada, su único momento de technicolor.

Una vez -cuentan los pasillos con voz baja- la tercera fortuna de Francia quiso apropiarse del santuario. Reservar todo, quedarse con todo. Mandó a su secretario, como se manda a un valet por una baguette. Hugo, con diplomacia de trinchera, le cerró un piso. Cuando la Señora llegó con sus guardaespaldas, estos se toparon con la vieja ley del lugar: si quieren quedarse, siéntense. Y pidan. Lo hicieron. Hugo sumó ocho cubiertos y ningún centímetro cuadrado de soberbia.

Ha habido muchos restaurantes con patrón en esta ciudad. También hubo patrones con restaurante. Hugo proviene de aquella noble escuela de La Raya, la del legendario Carlos Vinagre, donde el respeto era condimento y el silencio, maridaje. Pero pocos hubo como Hugo. Y siempre que lo veo, me viene a la mente Jean Gabin, encarnando a Chatelin en Voici le temps des assassins: cuando una pareja adinerada intenta cruzar la puerta, él les cierra el paso con la dignidad de un rey sin corona. Pero al changarín del mercado central, le ofrece una mesa y una sonrisa. Porque hay jerarquías invisibles que solo los verdaderos saben leer.

Estrellas y estrellados

Así es Hugo. No necesita rechazar sobornos; nadie se atreve a ofrecerlos. No juega a los tangos donde hay que entregar el alma por un par de menciones. Él baila solo, con su sombra, con su oficio. No es de nadie. Es de sí mismo. Paul Azema, siempre filoso, lo resumió una vez con bisturí de precisión: "Es un groso. Respeto total."

Y sin embargo -ay- el país de los comunicadores gastronómicos que se pavonea con chefs de bisturí y tweezers ignora su existencia. Ni listas, ni estrellas que valgan. Hugo sirve más de mil cubiertos al día, con una calidad que desarma y una entrega que aplasta. Las achuras (sí, las de vaca, cordero, chivo) no tienen competencia, y esto no lo dice un crítico, lo dicen los otros dueños de las parrillas más veneradas del mapa porteño.

El lugar es un escenario de belleza popular entrañable. Hugo nunca detiene la inversión ni el esfuerzo. Nunca descansa. La "mesa de los sábados", donde se juntan los amigos de siempre, es un testimonio de su lealtad sin fecha de vencimiento. Pero cuidado: también es un enemigo temible. Directo, sin antifaces. La vida lo golpeó lo suficiente como para enseñarle a devolver.

¿Y entonces? Entonces, uno que ya no va a misa, debería atravesar igual el Vía Crucis del Microcentro al menos una vez por semana. No por la molleja, ni por el bife. Ni siquiera por la leyenda. Solo por el abrazo de Hugo. Ese que no figura en ninguna guía, pero te deja, al salir, un perfume de humanidad impregnado en la camisa.

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