Política
¿Por qué la transformación económica es tan difícil?
Por Hernán Madera
Los tres pilares sobre los que se asentaron los procesos de cambio en otros países no están presentes en Argentina. Pero nos queda un camino.

Es dudoso que nuestros políticos ubiquen al desarrollo económico como la principal meta del país, como el destino final de nuestros sacrificios como comunidad. Y, si lo hacen, lo más probable es que sean meros eslóganes publicitarios insertos en una estrategia para alcanzar otros objetivos que no son colectivos, sino personales, como la reelección indefinida o la sucesión intercalada.

El ejemplo más actual de que esa es la realidad son las piruetas tan poco elegantes que están haciendo los intendentes bonaerenses para atornillarse al cargo.

A pesar de todo ese cortoplacismo, potenciar la plena democracia -ya lograda- con el pleno desarrollo económico sigue siendo el único objetivo válido para la Argentina. Por eso, las comparaciones con países similares que ya vivieron transformaciones económicas están a la orden del día.

Aún cuando tengamos ciertas reservas sobre los resultados de esas transformaciones, lo cierto es que los tres ejemplos a continuación gozan de mayor PBI per cápita, mayor índice de desarrollo humano y menos pobreza que la Argentina. Antes, esa realidad era exactamente al revés en los tres casos.

Veámoslos uno por uno.

Las transformaciones de Chile, España y Uruguay

I

Al observador agudo no se le escapa que la transformación chilena está profundamente relacionada a tres pilares que posibilitaron llevarla adelante: un poder hegemónico, una economía dos veces arrasada (Allende y el primer Pinochet) que facilitó rehacer casi todo desde cero y una emigración masiva que quitó presión sobre recursos insuficientes.

Partiendo de esas tres realidades (poder hegemónico, economía arrasada y emigración masiva), en agosto de 1983 el octavo ministro de Hacienda del general Augusto Pinochet, Hernán Büchi, avanzó con un agresivo programa de reconversión de deuda externa, liquidó al mayor grupo empresarial chileno (el grupo Cruzat) que representaba el 5% del PBI (como si acá se hubiese liquidado a Pérez Companc, Bulgheroni y Macri juntos), consolidó una estatización de la deuda bancaria menos generosa de la que hizo la Argentina y le quitó el fanatismo de sus antecesores de la escuela de Chicago a la política económica al subir aranceles y restablecer los controles de capitales. Büchi le dio una definitiva coherencia a esa transformación que, insistimos, comenzó desde una economía dos veces devastada.

Hernán Büchi fue el candidato pinochetista contra Patricio Aylwin en 1989. Obtuvo el 29% de los votos. ¿Puede usted, estimado lector, imaginar a José Martínez de Hoz, Roberto Alemann o Lorenzo Sigaut con el 29% de los votos en octubre de 1983?

II

La modernización española no comienza en 1977 con el Pacto de la Moncloa. Casi veinte años antes, en 1958, nos encontramos otra vez con una economía devastada, con un poder hegemónico y con una emigración masiva que afectaba a España desde hacía más de un siglo. En ese contexto de colapso y hambrunas, el general Francisco Franco no tiene más opción que pegar un volantazo. Convoca a los llamados "tecnócratas del Opus Dei" para que diseñen la recuperación. A la economía española de los años sesenta no se la llamó "milagro español" porque el rechazo mundial hacia el dictador-regente era casi unánime. Pero fue una impresionante recuperación que partió casi de cero.

III

Uruguay, por su parte, desaprovechó el tremendo ajuste que desde mediados de los sesenta llevaron adelante los presidentes elegidos democráticamente Jorge Pacheco Areco y Juan Bordaberry y que continuaron sus Fuerzas Armadas a partir del golpe de junio de 1973. Ese ajuste expulsó del país al 15% de la población. Ese porcentaje de uruguayos viviendo fuera de su país se mantiene hasta el día de hoy. Uruguay también desaprovechó la década de los noventa cuando América Latina se convirtió en el mercado emergente favorito de los inversores.

Recién en 2005 con el boom de la soja y de los superávit gemelos que, igual que al kirchnerismo, le cayó del cielo, el Frente Amplio exprimió la nueva oportunidad. ¿Cómo? No gastando más de lo que se recaudaba, con la decisión de crear una moneda permitiendo que sufra importantes oscilaciones pero, principalmente, no ubicando un fin personal por sobre la construcción de bases económicas sólidas, o sea, no tirando por la ventana los superávits gemelos para conseguir la reelección consecutiva ni mucho menos la indefinida.

El caso argentino

Argentina estuvo gobernada por un poder militar entre 1976 y 1983 pero este nunca fue ni tan hegemónico ni estuvo tan cohesionado como el de Franco o el de Pinochet. Mucho menos contó con el apoyo popular que tuvieron estos últimos. Entonces la oportunidad de hacer la transformación total mediante un ejército de ocupación que aplaste a todos los sectores se evaporó.

Argentina tampoco vivió las emigraciones masivas de España, Uruguay o Chile que les permitieron no sólo descomprimir economías que destruían empleo sino también sumar las remesas de los millones de exiliados como ingreso de divisas. Para que la población que supuestamente sobraba haga las valijas se tuvo que aterrorizar a la ciudadanía a plena luz del día por más de una década y permitir un desempleo de 30% por largo tiempo.

En un análisis más profundo, la emigración de un porcentaje alto de la población representó, en los tres países, el tan anhelado fin del empate entre dos polos de poder del que nosotros nos desesperamos por salir. Igual que en la Venezuela del presente, la estampida masiva de un bando representa su derrota estructural. Por eso nuestro camino tiene que ser distinto, porque no queremos ese tipo de desempate.

La Argentina tampoco experimentó las situaciones de tierra arrasada a las que llegaron los españoles en 1958 o los chilenos en 1982. Aunque creamos que empezamos de cero, no es así. Varios factores entre los que se cuentan nuestro nunca despreciable mercado interno, el hecho de que exportamos alimentos, que nuestra gallina de los huevos de oro -el sector agroexportador- no es fácil de arruinar como el chavismo arruinó a PDVSA y que tenemos uno de los mayores ahorros privados per cápita del mundo emergente hacen que siempre haya algo en que sustentarse. De hecho, si hubiese habido tierra arrasada habría millones de emigrantes argentinos. Y no los hay.

Una situación de economía devastada, emigración masiva y poder hegemónico se da hoy en día en Venezuela. La dictadura de las Fuerzas Armadas Bolivarianas se encuentra en una encrucijada parecida a la España de 1958, al Uruguay de 1973 o al Chile de 1982 y está buscando la forma de salir de allí. Sólo el tiempo nos revelará si en Venezuela se aprovecha la oportunidad para empezar de nuevo.

Pero Argentina no cumple ninguno de los tres requisitos. ¿Por qué? Porque por fracasar en la economía, por perder una guerra y por dejarnos de siniestro legado un gran empresariado que parasita al Estado, nuestras Fuerzas Armadas ingresaron hace casi cuarenta años en una espiral descendente que todavía hoy no tiene final a la vista, con los políticos felices de poder rematar los inmuebles castrenses. Entonces, la transformación por medio del aplastamiento de la sociedad no será, por suerte, nuestra estrategia.

El camino para lograr la modernización económica en nuestro país es único, no está ya señalizado.

¿Qué nos detiene?

Tenemos características que vuelven difícil una profunda transformación económica. Argentina tiene una clase dominante, pero que no logra convertirse en un poder hegemónico. Los otros sectores están decididos a no subordinarse y a no ser la gran víctima del ajustazo. Eso es un empate, y ese empate tiene como resultado la agonía económica que es el remanido tema de nuestra catarsis colectivas.

Pero agonía no es naufragio. De hecho, esa decadencia tiene paréntesis de euforia a los que llamamos "plata dulce" como durante algunos años de la convertibilidad o durante el "asesinato de la macroeconomía" -definición de Marina Dal Poggetto- que comenzó en 2010 y que se sostuvo hasta el cepo de noviembre de 2011.

El fin obvio de generar insostenibles y destructivos años de dólar regalado fue, por supuesto, alcanzar la reelección indefinida o la sucesión intercalada.

El factor de la inestabilidad

Una cuestión inquietante para los estudiosos de las ciencias sociales y que suma complejidad es que Argentina no puede darse un diagnóstico certero y final sobre el origen de su gran problema: la inestabilidad, los colapsos crónicos.

Existen dos teorías opuestas. Por un lado, Halperín Donghi: "la inestabilidad es el resultado de una sociedad creada por el peronismo que no puede sobrevivir pero que se resiste a morir". Por el otro, Jorge Federico Sábato: "la inestabilidad es causada por la clase dominante porque acumula con ella y se beneficia de cada colapso". Después de 38 años, podemos descartar la tercera hipótesis fuerte que relacionaba la inestabilidad económica con los golpes de Estado y con la existencia de un Partido Militar.

Tanto la postura de Halperín como la de Sábato tienen agujeros que varios investigadores se han encargado de puntualizar. Lo que hasta ahora sabemos es que el tren de la inestabilidad va a pasar, que algunos se van a subir en primera (y tal vez se bajen más ricos) mientras que otros van a viajar amontonados. También estarán los que ni siquiera se van a poder subir. Pero no sabemos quién maneja el tren. Desconocemos el origen de nuestra inestabilidad crónica y ello nos deja sin diagnóstico, el diagnóstico que necesitamos para atacar las causas.

¿Queremos cambiar?

Por último, el riverboquismo político de suma cero con el que lidiamos a diario nos entretiene adictivamente en medio de la agonía. Como a un individuo sentado frente a un tragamonedas.

Ese riverboquismo es nuestro simulacro de discusión profunda, de estar supuestamente debatiendo dos visiones de país. Pero lo que esa puesta en escena realmente revela es un miedo generalizado al cambio. Demuestra que los incentivos para el cambio no son tan fuertes como creemos porque cada sector ha logrado arrancarle al Estado algo que defenderá con uñas y dientes: subsidios de todos los colores, exenciones impositivas, empleo público, dólar diferencial, monopolios por regulación, inmuebles estatales, contratos para proveerlo, planes sociales, etcétera.

Así, llegamos al núcleo del problema: la Argentina no será forzada por sus Fuerzas Armadas a cambiar como lo fueron España o Chile. La Argentina tiene que querer cambiar.

Y, para cambiar, cada sector tiene que estar convencido de que cede en aras de un proyecto que lo supera, de un proyecto que, después de sus duros sacrificios, nos ubica a todos varios escalones más arriba.

Para cambiar, la ciudadanía también debe estar convencida de cerrarle para siempre la puerta a los intentos de reelección indefinida o de sucesión intercalada de nuestra clase política.

Entonces, el único camino que nos queda no es engañar como nos sugeriría el gurú ecuatoriano, sino convencer. Convencer en medio del adictivo riverboquismo político, convencer en medio de incentivos que juegan en contra del desarrollo, convencer sin conocer todavía el origen de nuestra inestabilidad.

Ese es el largo camino que debemos transitar quienes realmente queremos transformar la Argentina. 

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