opinión
Diplomacia de shock: la subordinación como modelo de política exterior
Por Gonzalo Fiore Viani
Entre el endeudamiento, el alineamiento automático y la retórica del caos, la Casa Rosada entrega la autonomía a cambio de oxígeno político. Estados Unidos ya no solo dicta el ajuste: empieza a escribir la narrativa del país como "Estado fallido".

 En nombre de la estabilidad y el libre mercado, la nueva diplomacia argentina profundiza un modelo de subordinación estratégica donde la política exterior opera como un laboratorio de control hemisférico. Mientras Milei promete soberanía individual, la Argentina pierde soberanía estatal. Lo que se presenta como realismo económico es, en realidad, una diplomacia de shock que entrega la política exterior al tutelaje norteamericano.

Nunca, en ningún otro gobierno de la historia argentina, la política exterior fue tan importante para entender la interior. La vieja máxima del General Perón -esa que afirmaba que la verdadera política es la internacional- está más viva que nunca. En el nuevo orden hemisférico, la Argentina ya no negocia: obedece. Hoy, el Ejecutivo convierte la dependencia en programa y la subordinación en destino.

Porque hoy, más que un Ministerio de Relaciones Exteriores, lo que la Casa Rosada exhibe es una diplomacia del shock, donde cada gesto hacia afuera tiene consecuencias directas hacia adentro. Lo que antes era un ámbito reservado a técnicos, embajadores y cancilleres, se convirtió en el corazón mismo de la política doméstica: en el tablero donde se juega la gobernabilidad, la legitimidad y, sobre todo, el futuro económico del país.

Desde su llegada al poder, Javier Milei transformó la política exterior argentina en un campo de batalla ideológico. La neutralidad pragmática que caracterizó históricamente a la diplomacia nacional -de Perón a Alfonsín, de Menem a Fernández- fue reemplazada por una lógica de alineamientos absolutos. Con Estados Unidos e Israel como "faros morales", y con China y Brasil como adversarios permanentes, el Presidente buscó construir, al principio de su mandato,una narrativa globalista-libertaria que le permita compensar su debilidad política interna con épica internacional. Una épica que, con el correr de los meses y el resquebrajamiento de la economía, se convirtió en farsa y tragedia a la vez.

La política exterior no se sostiene sólo con discursos o videos virales. Las naciones comercian, invierten, negocian, y en ese terreno la ideología tiene poco margen. Mientras Milei repite una y otra vez que "el socialismo es el cáncer de Occidente", China sigue siendo el principal socio comercial de la Argentina, y Brasil el primer destino de sus exportaciones industriales. Incluso hacia adentro de los Estados Unidos y de la propia coalición gobernante existe desconfianza y ruidos respecto de intervenir tanto en la Argentina cuando distintos sectores de la economía estadounidense, como los agricultores -base fundamental del movimiento MAGA- están atravesando una crisis importante y sin respuesta del gobierno trumpista.

Además del tutelaje económico, Estados Unidos avanza ahora sobre el tutelaje político. Por primera vez en la historia argentina, un integrante del gobierno estadounidense, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, utilizó la categoría de "Estado fallido" para referirse al país. No es una expresión inocente ni casual. Washington ya la empleó, desde los atentados del 11 de septiembre, para justificar intervenciones de todo tipo -militares, financieras, humanitarias- en naciones consideradas incapaces de garantizar su propia estabilidad.

El concepto de "Estado fallido" habilita una respuesta "extraordinaria, urgente y categórica". En la práctica, equivale a declarar que un gobierno ha perdido el control sobre sus funciones básicas y que, por ende, debe ser tutelado, intervenido o directamente reemplazado. Que esa categoría aparezca hoy en el discurso oficial norteamericano sobre Argentina no habla solo de economía o gobernabilidad. Es una forma de disciplinamiento simbólico y geopolítico: marcar los límites de lo que se considera aceptable dentro del orden liberal internacional. En ese sentido, más que una descripción, "Estado fallido" es una advertencia.

La lógica de control territorial sobre América Latina que viene planteando la administración Trump -Venezuela, Colombia- se proyecta sobre Tierra del Fuego. Desde hace meses, el Comando Sur multiplica sus advertencias sobre la posibilidad de un centro logístico o una base china en la isla. A cambio, desliza la idea de una instalación norteamericana en un punto clave para la conexión antártica y el tránsito interoceánico, en caso de que una crisis disruptiva afecte el Canal de Panamá. En un contexto de dependencia financiera con Washington, los márgenes de Buenos Aires para resistir ese tipo de cesión de soberanía parecen cada vez más estrechos.

La ecuación no termina ahí. El Tesoro norteamericano podría exigir, además, el cierre de la estación china de observación espacial en Neuquén, un viejo fantasma de la diplomacia estadounidense que ningún gobierno argentino, hasta ahora, se animó a concretar. Tampoco está claro qué ocurrirá con el swap de monedas con Beijing, otro de los blancos predilectos del trumpismo.

Y detrás de todo eso, asoma la cuestión más sensible: los recursos naturales. Litio, cobre, hidrocarburos. No se trata de geología sino de geopolítica. De quién controla las cadenas de valor en la transición energética global. En ese tablero, las provincias argentinas tienen un poder de veto que podría complicar cualquier concesión unilateral al norte.

La categoría de "Estado fallido" es la clave para entender la jugada. No es una descripción técnica, es un diagnóstico político. Y sobre todo, una advertencia: cuando Estados Unidos considera a un país incapaz de gobernarse, se siente autorizado a hacerlo en su lugar.

En el fondo, la categoría de "Estado fallido" no busca describir a la Argentina sino redefinir su lugar en el mapa del poder. Es la antesala del tutelaje. Cada vez que Washington desempolvó ese término -desde Afganistán hasta Haití- lo hizo para legitimar intervenciones que combinaban el discurso de la asistencia con la práctica del control. Lo que hoy se ensaya con la Argentina no es una operación financiera, sino una operación de soberanía: transformar la dependencia económica en dependencia estratégica.

El nuevo orden hemisférico que imagina Trump no se construye con tanques, sino con swaps, bases logísticas, algoritmos financieros y tweets del Tesoro. En ese marco, la promesa de ayuda se vuelve condición, y la categoría de "Estado fallido" actúa como una sentencia preventiva: o aceptás el tutelaje, o confirmás el diagnóstico.

En tiempos donde la política exterior se confunde con política de seguridad, y la autonomía se negocia en dólares, la verdadera discusión no es sobre asistencia o rescate, sino sobre hasta dónde un país puede decidir por sí mismo sin ser tratado como un riesgo. O, dicho en otras palabras: si la Argentina puede ser un Estado soberano, o solo un Estado permitido.

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