Editorial
Una gobernabilidad custodiada
Por Gonzalo Arias
Ni siquiera contando con la inédita colaboración de una oposición que eligió posicionarse como oposición constructiva y colaborativa, el gobierno fue capaz de dimensionar la complejidad que entrañaría el trámite legislativo de la "mega-ley".

Atravesamos la mitad de un verano tan inédito e incierto como la propia experiencia política que lidera el presidente Javier Milei. Una peculiar temporada estival, no tanto por el clima tórrido y sofocante, sino por la alta "temperatura" política y social.

Es que tras el controvertido decreto de dudosa "necesidad y urgencia" de finales de diciembre, envalentonado por el respaldo obtenido en las urnas, y lanzado a imponer con celeridad una suerte de "revolución liberal" por vía normativa, el presidente envió al Congreso de la Nación una ley de más de 650 artículos sobre las más diversas materias. Una iniciativa -pomposamente titulada como "Ley de Bases"- con muy pocos precedentes en la historia de la democracia argentina, no solo por su magnitud y alcance, sino por el hecho de que haya sido remitida por un gobierno que ostenta una abrumadoramente minoritaria representación parlamentaria.

Lo cierto es que el envío de una iniciativa de esas características y la convocatoria a sesiones extraordinarias, acabó por hiper-politizar un mes de enero en el que, habitualmente, los enfrentamientos políticos solían deslizarse hacia una tregua implícita. No son tiempos habituales, claro está: vivimos una crisis inédita por su profundidad, persistencia y multicausalidad. Sin embargo, aun reconociendo la necesidad de encarar con premura acciones con capacidad para revertir la compleja situación económica y social, resulta casi inevitable preguntarse por la oportunidad y conveniencia de la herramienta elegida.

Es que, por momentos, pareciera que Milei realmente se cree a "pie juntillas" la narrativa que él mismo ha venido construyendo desde la campaña electoral. Una narrativa que, por cierto, no solo se reveló como muy exitosa en tiempos electorales, sino que también constituye una necesidad ineludible para una comunicación de gobierno eficaz. Ahora bien, ello no debiera implicar el desconocimiento de las muy evidentes fronteras entre el relato y la realidad.

En este sentido, no deja de sorprender el voluntarismo e ingenuidad del presidente y su "círculo rojo", que parecieran creer en una suerte de visión de una transparencia de las relaciones entre el resultado electoral y la gobernabilidad, y que ha venido llevando al gobierno nacional no solo a minimizar el equilibrio de poderes constitutivo de la institucionalidad republicana, sino fundamentalmente a chocar irremediablemente contra una realidad mucho más compleja y diversa que la simplificada por el "relato" y que no parece susceptible de amoldarse a la transformación proyectada.

Esta ingenuidad de algunos funcionarios, a menudo rayana con la impericia y torpeza, compromete mucho más que el futuro de una iniciativa ya desguazada tras sus múltiples modificaciones. Ni siquiera contando con la inédita colaboración de una oposición que eligió posicionarse como oposición constructiva y colaborativa, el gobierno fue capaz de dimensionar la complejidad que entrañaría el trámite legislativo de la "mega-ley".

Así, en las vísperas de la sesión de Diputados, y pese a haberse eliminado casi 150 artículos de la ley original, retirado el paquete fiscal y la reforma política -entre otras propuestas-, todavía quedan puntos que generan fricción al interior de los bloques "dialoguistas" y que abren serios interrogantes con relación al resultado de la votación en particular. No solo hablamos de la autorización para la privatización de las empresas públicas sin la intervención caso por caso del Congreso, o del alcance de las materias objeto de la delegación legislativa, sino también del reclamo de los gobernadores de la oposición dialoguista, que plantean la coparticipación de un 30% del impuesto PAIS.

Por ello, a horas de una maratónica sesión, llaman la atención las declaraciones del vocero Manuel Adorni, quien señaló que fruto del retiro del paquete fiscal y de la iniciativa de restitución del impuesto a las ganancias, "va a haber un ajuste mayor a las provincias".

Si bien es cierto que entre el capítulo fiscal de la ley en su redacción original (adelanto de Bienes Personales, nuevo cálculo de actualización jubilatoria, retenciones, blanqueo de capitales y moratoria fiscal) y la reforma de Ganancias, el gobierno había calculado un ingreso extra de unos 4200 millones de dólares (1,8% del PBI), que ahora deberá procurar compensar de otra forma, la amenaza de un ajuste a las provincias tiene que ver más con el relato que con la realidad. Según algunas consultoras, las transferencias a las provincias tras el ajuste original representan hoy apenas el 0,25% del PBI. Es decir, un porcentaje irrelevante en términos macroeconómicos, que torna difícil de explicar la decisión de tensar la relación con los mandatarios provinciales, más aún con aquellos abiertos al diálogo y la cooperación con el Ejecutivo.

Así las cosas, y más allá del resultado de la inminente votación de la ley en la cámara baja y de su trámite posterior en el Senado, habrá que ver si el presidente se inclina por abrir instancias de negociación más institucionalizadas y permanentes con la oposición más dialoguista, o si vuelve a insistir con chapucerías y aventuras similares como las que derivaron en el virtual desguace del megaproyecto, convencido de que el discurso intransigente de la cruzada "anticasta" fideliza votantes y genera una gobernabilidad cuasi plebiscitaria basada en las encuestas de imagen.

Una disyuntiva en absoluto menor en un contexto de manifiesta fragilidad en el que la gobernabilidad es hoy -aunque le pese a Milei- un activo custodiado por la oposición dialoguista que, ante un potencial recrudecimiento de los conflictos, podría migrar a otras posiciones mucho menos colaborativas.

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