Editorial
La trágica decadencia argentina
Por Gonzalo Arias
Por intervención de la fortuna, la providencia, o la impericia del agresor, la tragedia no se consumó. Tenemos otra oportunidad.

Vivimos en tiempos de extrema incertidumbre a nivel global. La inédita pandemia del Covid-19 que paralizó al mundo durante casi dos años y el persistente conflicto bélico en Ucrania son evidencia suficiente de que la "sociedad del riesgo" que vaticinaba Ulrich Beck, ahora sí llegó para quedarse.

Más allá de esta reflexión tan gastada en los análisis de la transición hacia la "nueva normalidad", lo cierto es que los argentinos desde hace décadas convivimos con altísimas dosis de incertidumbre. Atrapados en lo que se percibe como un perpetuo movimiento pendular entre períodos de relativa bonanza y profundas crisis, a casi 40 años de la recuperación democrática tras la larga noche de la última dictadura militar los argentinos no hemos logrado aun construir un "país normal". Una verdadera tragedia que, aunque con diversos niveles de responsabilidad, nos interpela a todos como ciudadanas.

Ante esta permanente situación de fragilidad e inestabilidad, los argentinos desarrollamos una asombrosa capacidad de resiliencia a las crisis. De una u otra manera, seguimos de pie. Mauricio Maronna, recordado periodista rosarino, solía definir esta situación con una pizca de humor, pero con la agudeza que lo caracterizaba, escribiendo en La Capital o comentando con amigos en una mesa de café que "este país funcionaba de pedo....".

El problema es que esta capacidad de adaptación e instinto de supervivencia que nos hizo sortear tantos obstáculos ha ido moldeando prácticas y conductas -individuales y colectivas- que vienen progresiva y sistemáticamente horadando el lazo social sobre el que se funda todo sentido de comunidad. De la solidaridad al "sálvese quien pueda", de la mirada hacia el futuro a la preocupación exclusiva por el presente, de la "viveza criolla" a la anomia generalizada, del compromiso colectivo a la des-responsabilización individual. Y así podríamos continuar en muchos planos más.

La clase dirigente argentina no es ajena a este proceso de degradación y decadencia cultural. Evidencias de esto, hay de sobra. Sobre todo en los últimos tiempos donde la dirigencia argentina -no sólo la política- parece seguir procrastinando, mirándose el ombligo, enfrascada en discusiones inconducentes, desavenencias sin sentido y diatribas desmesuradas, mientras la agenda de la sociedad marca otras prioridades. Pero esto también es responsabilidad de todos.

Parafraseando a Joseph de Maistre, quien alguna vez sugirió que "toda nación tiene el gobierno que merece", el genial escritor y secretario de cultura francés durante la presidencia de Charles De Gaulle, Andrè Malraux, decía "que no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen". Cabría preguntarse, entonces, si los argentinos no tenemos los políticos que se nos parecen. Un ejercicio, sin dudas incómodo, pero necesario para empezar a responsabilizarnos colectivamente por el destino que tenemos como país.

Estos 10 días que transcurrieron entre la acusación del fiscal Luciani en la denominada "causa Vialidad" a la escalofriante tentativa de magnicidio perpetrada contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, parecieron condensar en un arco temporal acotado todos los problemas que venimos describiendo.

Más allá de las destacables y generalizadas manifestaciones de repudio y llamado a la paz social que compartieron inicialmente la mayoría de las expresiones políticas, cámaras empresariales, sindicatos y organizaciones representativas de la sociedad civil, parece que lastre de la polarización -siempre muy rentable para sectores del oficialismo y la oposición- nos amenaza con volver a sumergir, una vez más, en la ciénaga de la grieta.

Una situación en la cual la lógica "amigo-enemigo" se impone como hoja de ruta para el comportamiento individual y colectivo, obturando no sólo la posibilidad de conversar -lo que presupone escuchar- y debatir en un contexto caracterizado por el respeto a la "otredad", sino la posibilidad de asumir responsabilidades y compromisos compartidos.

Las desafortunadas declaraciones de varios dirigentes -salvo honrosas excepciones-, que van desde el propio Alberto Fernández y algunos de sus ministros, a la líder de los "halcones" del PRO, Patricia Bullrich, pasando por Milei y Espert, entre otros, dan cuenta de ello. El correlato de estas especulaciones a nivel de la clase dirigente se pudo ver en las redes sociales y hasta en las discusiones en mesas familiares y de amigos: las "burbujas de sentido" y sesgos de confirmación tornaron imposible el más mínimo consenso. De la victimización y el reduccionismo de asignación de responsabilidades a la oposición y los medios, a las teorías conspirativas y la ridícula acusación de un "montaje". Un espectáculo a todas luces tan lamentable como trágico.

Peligrosamente se vuelve a instalar así esta lógica excluyente del "ellos" y "nosotros", donde la responsabilidad -de un lado y otro de la "grieta"- es siempre del otro. Un reduccionismo banal que lejos de combatir los "discursos de odio", nos empuja hacia un espiral de más violencia: simbólica y, como lo evidenció el atentado, potencialmente material.

Por intervención de la fortuna, la providencia, o la impericia del agresor, la tragedia no se consumó. Tenemos otra oportunidad. Asumamos todos, sin distinción, con mucha prudencia y responsabilidad, compromisos comunes que nos alejen de una violencia que nos acabaría por hundir irremediablemente en la más absoluta decadencia nacional.



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