Editorial
La casta ha muerto, larga vida a la casta!
Por Gonzalo Arias
Un proyecto que se autopercibe como rupturista y refundacional parece así dispuesto a renunciar a toda pretensión de novedad a cambio de obtener beneficios en el corto plazo.

"El rey ha muerto, larga vida al rey", proclamaba la fórmula que desde la sucesión de Enrique III por Eduardo I en Inglaterra se pronuncia ante los súbditos reunidos en cada ciudad y pueblo para darse la noticia del fallecimiento de un rey.

Una expresión ritual que, por cierto, se repite en varias monarquías del viejo continente, como las de Inglaterra y Dinamarca, y que simbólicamente busca proyectar el arraigado espíritu de continuidad de la institución de la monarquía más allá de las personas que la representan en determinados momentos históricos.

En este marco, resulta un tanto paradójico que un presidente que ha usufructuado y sigue usufructuando con generosos resultados la narrativa "anti-casta", parezca cada vez más enfrascado en replicar, con un sentido ideológico opuesto, algunos de los rasgos centrales de la política de la "grieta".

La polarización extrema, la dinámica binaria con la que se pretende esquematizar el debate político, la vocación por imponer una lógica "amigo-enemigo", la crítica colérica y furibunda a los adversarios -rayana con la descalificación-, la contumaz obsesión por los medios y el periodismo crítico, el empecinamiento por controlar la agenda e imponer una particular versión de la realidad -hoy a través de las redes sociales-, son solo algunos de estos indicios de continuidad en una lógica de entender y ejercer el poder.

Sobre el fondo de esta concepción subyace una pretensión totalizante, derivada de la creencia en una supuesta superioridad racional y moral que justifica los medios empleados, minimiza cualquier presunta contradicción, obtura toda autocritica, y habilita el doble rasero para distinguir entre los actos propios y las conductas ajenas.

Lo peculiar de esta línea de continuidad entre las políticas del cristinismo y las del gobierno libertario es que se da en un contexto en el que la política tradicional pareciera estar jugando ostensiblemente a favor de Milei, sobre todo en el caso del propio peronismo, encerrado en su propio laberinto fruto de una saga de escándalos que pareciera no tener fin.

Un proyecto que se autopercibe como rupturista y refundacional parece así dispuesto a renunciar a toda pretensión de novedad a cambio de obtener beneficios en el corto plazo. El shock que produjeron las revelaciones de la ex primera dama respecto a la supuesta violencia ejercida por Alberto Fernández, uno de los capítulos más repudiables y patéticos de una larga saga de escándalos recientes que incluyen a funcionarios vinculados al último gobierno y que dan cuenta de la profundidad de una degradación política que pareciera extender el crédito social de un presidente que llegó surfeando la ola de la indignación.

Una estrategia que, claro está, puede ser tentadora porque ofrece atajos que en un corto plazo pueden erigirse como espejismos de una presunta fortaleza que no es tal. Así lo evidencian ya algunas encuestas, que dan cuenta de que en momentos en que la imagen positiva del presidente comenzaba a deslizarse hacia la barrera de los 40 puntos, las repercusiones del fraude en Venezuela y la revelación de la vida no tan privada de Fernández, lo devolvieron a una tendencia alcista.

Así las cosas, si bien todo ello pareciera ser un soplo de aire fresco que le permite a Milei ganar tiempo para azuzar las llamas de la indignación para suplir las demoras en una reactivación que aún no llega y gestionar la ansiedad creciente de unos mercados que esperan medidas más de fondo, la continuidad de esta lógica de poder entraña riesgos que la propia experiencia reciente ha desnudado con particular crudeza: la pesa lapida de la historia abunda en ejemplos de presuntas hegemonías convertidas en "elefantes con pies de barro".

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