Editorial
Contrastes y percepciones
Por Gonzalo Arias
Los debates no se ganan en los estudios de televisión, sino en el living de los hogares donde los que votan están frente al televisor.

Solo cinco días nos separan de un histórico e incierto ballotage que definirá quién se sentará en el tan codiciado como candente "sillón de Rivadavia" apenas veinte días después de conocido el veredicto inapelable de las urnas.

En un escenario que se percibe como de absoluta paridad, con todas las opciones aún sobre la mesa, la gran novedad de estos últimos días fue el esperado debate presidencial del pasado domingo, a todas luces un evento inédito por las altas expectativas que generó en el electorado, como dan cuenta los 48 puntos de rating registrados.

Los debates son, sin dudas, una gran oportunidad para que los candidatos defiendan las posturas y posicionamientos propios, a la vez que rebatan o refuten las de sus adversarios. En este sentido, puede decirse que en el debate se ponen en juego tanto instancias de ataque como de defensa, siempre con un objetivo central en mente: la persuasión de los votantes.

Sin embargo, aunque no dejan de ser un procedimiento democrático importante, sería ingenuo pensar que aportan mayor calidad a la discusión, que elevan el debate, dotan de mayor riqueza a la argumentación, o favorecen el aspecto propositivo de las campañas. Por el contrario, en la lógica de la creciente "espectacularización" de la política que se evidencia desde hace varias décadas en las democracias occidentales, el formato del debate televisivo, y su ya inseparable correlato en las redes sociales (volumen de conversación, virales, memes, etc.), privilegian el conflicto y la confrontación directa.

Así, no solo diversos estudios en el ámbito de la comunicación política dan cuenta de su escaso impacto en el comportamiento electoral (sobre todo en campañas ya muy avanzadas), sino que esta estudiado que, más aún ante un complejo "humor social" como el actual, suelen profundizar la negatividad de las campañas y reforzar generalmente las convicciones previas. Aunque, huelga decirlo, el proceso electoral en curso es tan anómalo e incierto que podría contradecir esta casuística.

Es con este "prisma" en el que deberíamos procurar analizar lo ocurrido el domingo pasado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Si bien la estrategia de Sergio Massa pareció muy superior a la de Milei, con una consistencia y solidez argumental que contrastó con una evidente dosis de improvisación y falta de preparación, debería evitarse el caer en el lugar común de proclamar ganadores y perdedores del debate en virtud de ciertas variables "objetivas" en relación a la performance de los candidatos. Como decía un viejo consultor, los debates no se ganan en los estudios de televisión, sino en el living de los hogares donde los que votan están frente al televisor.

En otras palabras, aunque en términos de estricto análisis la superioridad de Massa fue arrolladora, lo que importa en definitiva es lo que percibieron los votantes. El gran interrogante, entonces, se develará recién el domingo, y radica en dimensionar el impacto que lo ocurrido pueda haber tenido en los electores, sobre todo los indecisos.

Como pudo observarse, la experiencia, aplomo y preparación de Massa fue evidente. Pero más allá de este contraste lógico entre un político profesional que lleva décadas en el redil de la política nacional y un outsider hasta hace muy poco fuera del mapa, lo más llamativo fue el éxito de la estrategia diseñada por el equipo massista: el candidato "desafiante" que promueve el cambio frente la (relativa) continuidad del oficialismo terminó acorralado y a la defensiva, siendo interpelado por quien además de candidato es el ministro de economía de un país con más de 150% de inflación anual. Así las cosas, quien más podría haber exigido respuestas fue quien terminó dando explicaciones; quien más tenía para perder en el tema económico salió relativamente indemne de cuestionamientos; y quien asume la paradójica condición de "ministro-candidato" de un gobierno que fracasó logró actuar únicamente el rol de candidato eludiendo su responsabilidad en la gestión.

No obstante este apabullante contraste entre el desempeño de Massa y Milei de acuerdo a variables propias del análisis político, la comunicación, la retórica y las destrezas discursivas, lo que fue reconocido por la amplia mayoría del periodismo y los especialistas, lo cierto es que lo que importará finalmente es lo que haya percibido la gente. Una percepción que no es a menudo racional, sino que es tamizada por las emociones.

En este sentido, habrá que ver si esa "ventaja" que Massa sacó en el debate del domingo se refleja en las urnas. O si lo que desde el análisis se interpretó en Massa como solvencia y experiencia no fue percibido como soberbia y cinismo; y si lo que fue interpretado en Milei como improvisación y rudimentario, no fue percibido como autenticidad.

No debería olvidarse, en definitiva, que en lo que respecta a las campañas electorales la única verdad no es la realidad sino lo que la gente percibe. En todo caso, el domingo se acabarán las especulaciones propias de este extenuante e incierto proceso electoral, y hablarán las urnas.

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