Editorial
Milei y la campaña permanente
Por Gonzalo Arias
Aunque la imagen positiva de Milei continúa evidenciando una tendencia declinante, sigue siendo no solo muy superior a la de sus predecesores sino alta a la luz del ajuste y la recesión.

En la década de 1970, Patrick Caddell popularizó el término de "campaña permanente" para transmitirle al por entonces presidente estadounidense Jimmy Carter la necesidad de no disminuir, tras el desembarco en la Casa Blanca, el nivel de actividad política y la iniciativa comunicacional características de la campaña electoral. Como diría el excéntrico Dick Morris, consultor de Bill Clinton durante su tan tumultuoso como exitoso paso por la presidencia y uno de los primeros autoproclamados "gurúes" de la comunicación política en trabajar en nuestro país, "un político no solo necesita apoyo público para ganar las elecciones; lo necesita para gobernar".

Lo cierto es que ya desde hace varios años, y a la par del proceso de creciente profesionalización de la comunicación política en nuestro país, se habla popular y extendidamente de "campaña permanente" para subrayar la creciente importancia estratégica que tiene la comunicación de gobierno como una herramienta ya no solo para informar a la ciudadanía sobre los actos de gobierno sino fundamentalmente para, en un contexto de alta volatilidad de la opinión pública y de crecientes exigencias y demandas de la ciudadanía, construir o recrear los necesarios consensos diarios para garantizar gobernabilidad.

En el contexto de una recesión que se ha venido prolongando más allá de las expectativas originales del gobierno y con una preocupación exclusiva y casi obsesiva del gobierno por la disciplina fiscal y la inflación que parece obturar la posibilidad de avanzar en otras promesas de impacto en el plano económico, Milei parece así haber abrazado plenamente esta estrategia que, aunque hoy cada vez más necesaria a la hora de gobernar, requiere de una precisa ecualización para evitar riesgos.

Riesgos que, en gran medida, implican perder de vista que tanto la naturaleza como los tiempos y las herramientas de la comunicación electoral y la gubernamental son distintos. Sin perjuicio de que el ritmo en la política es siempre vertiginoso, en el plano electoral los tiempos son mucho más acotados que en una gestión gubernamental. Así, mientras la comunicación de campaña responde a un "paradigma espasmódico", y en tanto busca influir en un acto concreto y situado en tiempo y espacio (el voto) es esencialmente cortoplacista; la comunicación de gobierno responde a un "paradigma sostenido", y en tanto busca influir en las actitudes del ciudadano a lo largo de toda la gestión, es necesaria e inevitablemente largoplacista.

Por ello, en función de su propia naturaleza, la comunicación electoral está basada en las conocidas promesas de campaña, que constituyen una especie de enunciado híbrido que combina en dosis variables lo retrospectivo y lo prospectivo: al tiempo que evidencian lo que el adversario no hizo o cumplió en el pasado, permiten un posicionamiento diferenciador de cara al futuro. Por su parte, la comunicación de gobierno se asienta en el denominado "mito de gobierno" que, como ha descripto en muchas ocasiones Mario Riorda, condensa apelaciones al pasado, presente y futuro, y se erige como el norte estratégico que da sentido social y político al gobierno ofreciendo un conjunto de buenas razones para creer.

En este contexto, un presidente que carente de respaldo institucional, de representación legislativa relevante, de inserción en el ámbito sindical, y musculatura política en el territorio, y que además se ha visto forzado por la coyuntura a desplazar el foco de atención de la economía a la política, ha reflotado una narrativa asociada a la "batalla cultural" que resulta altamente funcional para azuzar los dispositivos asociados a la idea de la "campaña permanente".

Aunque la imagen positiva de Milei continúa evidenciando una tendencia declinante, sigue siendo no solo muy superior a la de sus predecesores (Cristina, Macri y Alberto Fernández) sino sorprendentemente alta a la luz del ajuste y la recesión, superando además con creces la masa crítica que lo acompañó en la primera vuelta en las elecciones del año pasado (30%). Un capital que, sin dudas, aunque volátil, el presidente sabe que necesita imperiosamente cuidar y alimentar para construir gobernabilidad en un escenario de debilidad política que se combina con la ofensiva de un sector de la oposición.

Aquí es donde la comunicación, en sentido amplio, adquiere una relevancia fundamental como soporte estratégico de la tarea de gobierno. Sin embargo, el riesgo parece más que evidente y muy tentador para el perfil rupturista y el posicionamiento de outsider de Milei: que en vez de la construcción de un "mito de gobierno" que defienda lo realizado en el tiempo presente pero siempre con una mirada hacia el futuro, la comunicación de gobierno se deslice a la repetición de consignas, frases de efecto, diatribas contra enemigos reales o imaginarios, escenificación de conflictos (que se articular en su peculiar discurso de presentación del Presupuesto), y otras tantos dispositivos que pueden ser muy efectivos en tiempos electorales pero que no suplen la necesaria capacidad de gestión que un presidente debe demostrar.

Así las cosas, aunque el retorno de Cristina le permite en cierta forma volver a aferrarse a la comodidad de la narrativa "anti-casta" y de la "batalla cultural", y puedan ser -seguramente no por mucho tiempo- un factor que coadyuve a justificar algunas medidas no tan populares (como los vetos), la historia argentina reciente parece indicar que más temprano que tarde lo que acabará por inclinar el fiel de la balanza es la percepción sobre el rumbo de la economía, no en los términos abstractos de la macroeconomía sino por su impacto en el bolsillo de los ciudadanos de a pie.

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