Fue allá por el año 92 del pasado siglo cuando el común de los mortales empezamos a oÃr y a decir unplugged con la naturalidad con la que se introducen entre nosotros los anglicismos que vienen a transmitir alguna realidad sobrevenida. Aunque ya venÃa de muy atrás (Wikipedia lo remite a finales de los sesenta del pasado siglo), el boom del unplugged se produjo con el lanzamiento del disco del mismo tÃtulo de Eric Clapton, el más vendido y exitoso de su larga carrera, editado un año después de que Paul McCartney se lanzara también por los terrenos procelosos de la desconexión.
Porque unplugged (literalmente, desenchufado) es eso, desconexión, y, en el mundo del rock, hace referencia a la música que se interpreta sin electricidad, con instrumentos exclusivamente acústicos, sean estos la guitarra, el piano u otros de cuerda o percusión.
El unplugged irrumpió en el rock con el efecto desconcertante que tienen los oxÃmoron. Sin ser exactamente música callada, escuchar a un rockero desempeñarse en clave acústica resulta tan desconcertante y seductor como contemplar un jardÃn zen sin una brizna de hierba. El rock nació asociado a lo urbano, y por tanto al ruido, y por tanto a la electrificación. El Nobel Dylan lo entendió muy bien cuando, bien jovencito, provocó el escándalo al abandonar las filas entre rústicas y hippies del country para pasarse al rock cañero y eléctrico. La controversia provocada por su comportamiento rompedor en el Festival de Newport de 1965 era un paso inevitable hacia la modernidad. Por el contrario, la desconexión de Clapton, McCartney , Springsteen y tantos otros no fue una vuelta atrás sino una llamada a la reflexión y al sosiego, sin por ello renunciar a nada.
Me estoy cruzando de un tiempo a esta parte con algunos jóvenes que me tienen desconcertado. Ya no son niños, desde luego: con los treinta cumplidos -técnicamente, son milénial-, profesionales de diversas vertientes (de ciencias y de letras, por decirlo en lenguaje antiguo), perfectamente ajenos al descerebramiento de los populismos al dÃa, son, por supuesto, nativos digitales, porque ya nacieron y se formaron en los primeros balbuceos de internet y sus infinitas prestaciones. Los móviles y sus aplicaciones no tienen para ellos secretos y tanto su ocio como su negocio mal podrÃan entenderse al margen de lo digital.
Pues bien, como digo, me estoy encontrando a algunos de estos jóvenes que están optando por un cierto unplugging, por introducir en sus vidas momentos de desconexión voluntaria tras haber estado concienzudamente conectados durante años al mundo digital y sin haber renunciado a él. Sus acciones son muy simples: salir sin el móvil a pasear por la ciudad o a realizar compras; desconectar de internet algunos de sus artefactos electrónicos, como el ebook, para utilizarlos como simples soportes locales, recuperar actividades tan analógicas como la conversación sosegada, los juegos de mesa tradicionales o los paseos al aire libre sin estar pendientes de llamadas, wasaps o tuits de ningún tipo.
Al ver actuar hace unos dÃas a uno de estos jóvenes, y al comentarme él esta decisión consciente de distanciamiento digital, se me ocurrió la expresión: "¡Vais a ser la Generación Unplugged!". Le gustó la expresión porque él también es un fan de Clapton y porque sabe que, en música, como en la vida, desenchufarse no es dar un paso atrás sino coger impulso para saltar hacia
adelante. Ahora bien, una vez tomado el impulso, hay que ser capaz de dar el salto. Veremos si ellos son capaces, y hacia dónde.
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Hubo una España desenchufada
Un tipo peculiar de desconexión me sucedió también con la lectura de un libro espléndido que acabo de leerme. "Eastwood. Made in Spain", del periodista Francisco Reyero, llegó a mis manos por casualidad hace dos o tres años. Creo recordar que lo compré en AlmerÃa, en una semana de senderismo, perdidos por los rincones de la provincia que fue en su dÃa centro mundial del spaghetti western y que aún conserva restos y aroma de aquellos tiempos extraños. Mi suegro, al que no conocÃ, pero del que he visto muchos retazos, fue uno de aquellos personajes desbordantes y algo locos que encontraron en el mundo del cine un modo imprevisto de ganarse un buen dinero al tiempo que vivÃan una vida impensable de risas y aventuras en la normalidad mugrienta de la España de los 40 años de paz.
Las 217 páginas de la monografÃa están volcadas en narrar las andanzas de Clint Eastwood en nuestro paÃs, cuando, apenas treintañero y actor de segundo nivel, instalado en el entonces mediocre mundo de las serie televisivas, se ve en España rodando un western absurdo, barato y fuera de toda lógica comercial a las órdenes de Sergio Leone, un director italiano desconocido e incontrolable. El proceso de creación y rodaje de Por un puñado de dólares, su éxito imprevisto y, como consecuencia de él, su dos secuelas posteriores (La muerte tenÃa un precio y El bueno, el feo y el malo) es el material narrativo y periodÃstico del que se vale Paco Reyero para reconstruir a su personaje y sentar las claves del origen del éxito del que luego ha sido -y a sus casi noventa años sigue siendo- una de las figuras claves del cine.
Pero, más allá de eso, Reyero hace en este libro algo más que hablar de Clint Eastwood y de la banda de cineastas desharrapados -italianos y españoles- que marcaron una ápoca del séptimo arte. En estas doscientas páginas está además recogida, con una precisión y un buen hacer admirables, un pedazo insobornable de la España de los sesenta del pasado siglo.
Aquella sà que era una España unplugged. Una España desenchufada del mundo, de la modernidad, de las libertades. Una España más que pobre, miserable, gobernada por perfectos mentecatos que entendÃan el cine como un arma de propaganda, sin llegar a entender que en realidad era mejor que no propagaran nada.
Les interese mucho o poco el mundo del spaghetti western, asómense a este librito. Pasarán un buen rato y se empaparán de un paÃs que, por fortuna, ya no existe.
¿O, de algún modo, s�
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