El hachazo a eBiblio es como reducir las 33 secretarÃas de Estado a dos direcciones generales
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Yo, ya sabrán ustedes perdonarme, soy muy de lectura digital. Entiendo a los bibliófilos y culturetas, porque yo también lo fui en mi lejana juventud, y aún soy capaz de extasiarme ante la belleza de un libro de papel bien editado, pero, para lo que podrÃamos llamar el dÃa a dÃa, para la lectura obligada del autobús, del presueño, del ratito en el sofá, para la novela obligatoria o el ensayo recién salido del horno que hay que ingerir con cierta urgencia, el libro digital es muy cómodo: pesa poco -según el dispositivo que se utilice-, se puede ajustar el tipo y el tamaño de las letras -lo que no es baladà a partir de según qué edades-, no come espacio en las paredes... y no huele a nada, lo cual es una garantÃa de que nos evitamos ácaros y microscópicos bichitos en estos tiempos en los que uno mira a los bichitos microscópicos con cierta prevención.
Si además te prestan el librito sin moverte de tu casa y sin tener que abonar ni un euro, ya me contará usted dónde están las pegas.
Esto es lo que me dije hace ya unos cuantos años cuando me enteré de la existencia de EBiblio, la gran biblioteca digital pública que el Ministerio de Cultura (se llamara entonces como se llamara) puso en marcha allá por 2014.
Me gustarÃa decirles cuántos libros me he leÃdo por este procedimiento del préstamo digital, pero, ay, no puedo saberlo ya porque el historial donde se acumulaba mi paso por este servicio se borró en diciembre del pasado cuando sucedieron las desgracias que voy a contarles ahora. Pero fueron muchos, muchÃsimos, y le estoy muy agradecido a EBiblio por el dinero que me ha permitido ahorrar y por la satisfacción que he sentido al ver mis impuestos utilizados en algo útil.
Asà estaba yo, feliz como un gorrión, cuando el Ministerio de Cultura (o como ahora se llame) sacó a licitación pública la renovación del servicio, una vez cumplido el plazo de la primera adjudicación. Ahà se acabó mi felicidad. El concurso lo perdió Odilo -una empresa española especializada en servicios digitales de educación y cultura- y lo ganó Libranda, una firma que impulsó Planeta en su dÃa y que hoy es de la australiana De Marque.
Bien: asà son las cosas. Los concursos públicos (y los privados) se ganan y se pierden en justa competencia y si uno cree en el mercado, con sus regulaciones pertinentes y sus mecanismos de control, no hay nada que objetar.
El problema surge cuando, nada más entrar el nuevo adjudicatario, el servicio empieza a hacer aguas por todas partes. El sistema se derrumba, desaparecen los históricos y las reservas, no hay manera de acceder al catálogo, libros que antes estaban disponibles dejan de estarlo, novedades que antes se conseguÃan con facilidad requieren ahora de largas esperas, de meses en ocasiones... Es la adaptación, te dicen; es que la plataforma es muy compleja, te dicen, hay que darles un margen de adaptación, te dicen. En esto llevamos tres meses: el buen servicio que fue Ebiblio -tampoco perfecto, no se vayan ustedes a creer, pero ¡ay cuánto se lo añora- se ha ido a pique. Ahora es una plataforma caótica, inmanejable, con un catálogo de chiste, con errores constantes y con escasÃsimas razones para volver a entrar en él.
Los más fanáticos de esto de la lectura digital a cuenta del Estado (o sea, tres, contando por lo alto) nos dimos a indagar para entender qué estaba pasando. Estos de Libranda tienen un historial de dudosa eficacia -me han contado de primera mano por qué rechazó sus servicios el gobierno vasco en los lejanos tiempos de Patxi López como lehendakari, y ya prometÃan-, pero no se explicaba con facilidad el alcance del despropósito. Movimos el asunto en redes; pedimos a algunos parlamentarios que se interesaran por el asunto (y se interesaron a ritmo parlamentario: es decir, ya si eso); escribimos incansablemente a nuestra red de bibliotecas y a la propia Libranda (excelentes profesionales todos: tristes, apenados, disculpándose a cada paso) y yo mismo me dirigà a la Dirección General del Libro pidiendo explicaciones.
Me las dieron, las explicaciones, digo, a través de unos correos electrónicos perfectamente inocuos y sin firma en los que se me explicaba que todo habÃa sido legal y transparente. ¡ImagÃnense la inversa: que me hubieran dicho que todo habÃa sido ilegal y opaco!.
Finalmente, se fue sabiendo la verdad y lo cuenta maravillosamente bien Luis Alemany en esta pieza estupenda cuya lectura les recomiendo: La adjudicación del servicio, que en 2015 se habÃa previsto con un coste de 320.000 euros, se habÃa producido esta vez por la bonita cantidad de 3.800 euros. Repito: de 320.000 a 3.800. Por emplear una expresión muy tuitera: no hay más preguntas, señorÃa. El desastre es obligado.
Como ya saben mis lectores que odio juzgar intenciones, aparto de mà la tentación de preguntarme por qué Libranda acepta gestionar un servicio no ya deficitario sino imposible de gestionar con ese dinero. Ellos sabrán lo que pretenden. Pero sà me siento obligado a preguntar al Ministro de Cultura (o como ahora se llame) a qué viene esa pulsión ahorrativa de más del 98 por ciento. Hágase una idea, señor Ministro: es que como si en el gobierno del que usted forma parte preocupara de pronto el alarmante déficit del Estado y decidieran reducir las 33 secretarÃas de Estado actualmente existentes (tan útiles todas, y tan eficientes) en un 98 por ciento: apenas alcanzarÃan los restos para un par de direcciones generales y ya me contará usted cómo vamos a cambiar España de esa manera.
A usted, señor Ministro, no tengo el gusto. (Me pasa como a los miembros del jurado del Certamen Internacional de Comedia del Teatro Español: yo es que no conozco a nadie). De modo que le otorgo, faltarÃa más, el beneficio de la duda y pienso que no quiere usted cargarse la gran biblioteca digital pública, sino solo optimizar sus recursos. Vale: digno esfuerzo ahorrador, pero equivocado. Y si no tiene usted a nadie cerca que se lo diga, para eso estoy desde estas páginas. Se equivoca, señor Ministro, asà no se ahorra: asà se dilapida el patrimonio y se deja al pobre contribuyente con afanes culturales sin saber cómo reaccionar: entre apenado, perplejo y muerto de vergüenza.
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