Anticapitalismo y progresismo mediático

Una porción del poder político, la encabezada por Kirchner, harta de convivir "con miedo" con el poder concentrado de los multimedios (y en particular con el mayor de ellos, Clarín) decidió romper el hechizo, demoler ese contrapoder, para vivir más tranquilo.
Hugo Moyano, con esa capacidad tan suya que tienen algunos dirigentes sindicales para llamar las cosas por su nombre, hizo declaraciones reveladoras sobre la naturaleza del conflicto que el gobierno sostiene en estos días con los medios de comunicación privados: a la salida en un acto en Mar del Plata, el pasado 18 de septiembre, celosamente protegido por guardaespaldas encargados de alejar a los reporteros que se habían congregado en el lugar, sostuvo que “a los diarios sólo les creo la fecha y el precio de tapa…. les perdimos el miedo y estamos en iguales condiciones de credibilidad”.

Si Moyano le perdió el miedo a la prensa es hora de que todos los demás empecemos a temer. Porque se sabe ya que el líder camionero no le temía a la oposición interna de su gremio, inexistente, a los jueces, ni mucho menos a los empresarios de su sector.

Gente tan acostumbrada a disfrutar del monopolio del poder, como es su caso, se entiende que recele de poderes concentrados que le son ajenos, y por tanto que aspire a absorberlos, o en su defecto horadarlos, para luego absorber lo que quede en pie. Bien podría plantearse entonces una primera descripción del conflicto en danza en estos términos: una porción del poder político, la encabezada por Kirchner, harta de convivir “con miedo” con el poder concentrado de los multimedios (y en particular con el mayor de ellos, Clarín) decidió romper el hechizo, demoler ese contrapoder, para vivir más tranquilo.

¿Será bueno para el resto del país que lo logre? En principio pareciera que no, porque el resultado se parecería bastante más a un desequilibrio de poder, en beneficio de los Moyano. Pero a este argumento podría rebatirlo el que señala la oportunidad que se generaría para otros actores: no sólo Moyano sino gente más democrática y pluralista podría dejar de temer a los multimedios; ¿no es este el caso, acaso, del gobernador santafecino Hermes Binner, que no dijo ni pío pero ordenó a sus diputados apoyar el proyecto, para dejar de temerle a los multimedios de La Capital y Vila-Manzano, que controlan buena parte de lo que se ve, escucha y lee en su provincia?

Hasta aquí, una ilustración de cómo están las cosas en la disputa entre “los políticos” en general, y “los medios”. Pero Moyano ha dicho algo más, revelador de la situación no de todos sino de ciertos políticos, los oficialistas, y en especial de los sindicalistas: nos explica que ellos se encontraban hasta ahora en inferioridad de condiciones en términos de credibilidad, y que ahora, gracias a la iniciativa del Ejecutivo con este proyecto de ley, descontaron esa desventaja.

Al respecto, un par de precisiones. Primero, Moyano no dice que él y su sector hayan ganado credibilidad, sino que da a entender que la desventaja desapareció porque limaron la credibilidad del adversario. Su sinceridad a este respecto es por cierto loable, y le permite dar precisamente en el clavo: en efecto, la batalla discursiva en torno al trámite de la ley, independientemente de cómo termine, ya arroja un costo considerable en términos de credibilidad para los medios, y en particular para el escogido como enemigo, Clarín.

Esto no deja de ser sorprendente: cómo fue que un gobierno carente de credibilidad logró hacer creíble la denuncia de las “presiones” a que habría sido sometido no sólo él, sino la vida democrática y la acción de los políticos en general, por parte de un diario que hasta hace poco parecía representar fielmente el estado de ánimo de buena parte de la opinión pública argentina?

Pueden haber jugado un papel a este respecto la denuncia y eliminación de negocios irritantes para parte de esa opinión, como el del fútbol, previsoramente utilizadas para preparar el terreno a la ley; pero también lo hizo cierta debilidad previa de la credibilidad mediática: si resultó creíble la denuncia de prácticas colusivas con el poder político, ello se debió no tanto a que se confiara en el denunciante ni se compartieran sus objetivos, como a que abundaban desde mucho antes las evidencias respecto a que esas prácticas son muy extendidas, en particular entre empresarios acostumbrados a beneficiarse de su cercanía al poder, sacrificando independencia periodística e informativa, es decir, sacrificando a sus audiencias, por oportunidades de negocios.

Es necesario, sin embargo, hacer una segunda precisión: y es que, además de estas “buenas razones” para desconfiar de la credibilidad mediática, han estado operando otras, no tan buenas, a favor de la campaña de desprestigio encarada por el kirchnerismo: ante todo, es el caso de una muy difundida desconfianza anticapitalista, que lleva a buena parte de la opinión a pensar que una empresa, debido a que su objetivo es ganar dinero, no está “comprometida con la verdad” y por tanto no merece a priori nuestra confianza.

El proyecto de ley oficial está en gran medida fundado en (y a su vez abona) esta opinión: allí está para probarlo la exaltación del rol de las ONGs y del estado, en detrimento de las “empresas privadas”, que llega al extremo de limitar su campo de acción al 33% del total de los medios.

El supuesto es que una ONG, sea un sindicato, un organismo de derechos humanos o una fundación religiosa, será una expresión más auténtica de la sociedad y estará más comprometida con la verdad y con brindar información fidedigna que una entidad cuyo fin último es ganar plata. No hay que descartar que este haya sido uno de los motivos que llevó a los socialistas, igual que a otros grupos de centroizquierda, a votar el proyecto en Diputados.

Sin embargo, el supuesto en cuestión no resiste el menor examen crítico: podría muy bien argumentarse lo contrario, que sólo a un empresario de medios que le interese exclusivamente ganar dinero le resultará indiferente que su empresa difunda una u otra verdad, siempre que le permita ganar credibilidad, es decir, fortalecer su prestigio como órgano independiente y por tanto engrosar su audiencia; en tanto a una facción o grupo de interés, por más noble que sea, siempre le interesará dar y sostener su versión de las cosas, y por tanto le resultará hasta imprescindible negar hechos, informaciones o versiones que la contradigan.

Esta ha sido, agreguemos, la experiencia de los últimos cien años en las democracias desarrolladas, que pasaron de contar con órganos de facción (periódicos partidarios, radios confesionales y cosas por el estilo) a un sistema de medios esencialmente empresario.

Desconocer esta experiencia, y querer inventar un espacio público donde “la sociedad se informe a sí misma” no sólo es antimoderno y absurdamente anticapitalista, confunde la necesaria desconcentración con la muy inconveniente faccionalización de la información pública; e ignora el hecho de que en el mundo actual, de los tres recursos más gravitantes y peligrosos, el poder, el dinero y el saber, el primero es el más fácil de monopolizar, y los otros dos necesariamente deben aliarse para refrenarlo.