UN ARGENTINO EN SAN PABLO

El arquitecto Luís Fingermann, cuenta la extraña sensación de vivir en una San Pablo vacia y violenta.
La Política On Line ofrece aquí el relato electrizante de Luís Fingermann, un prestigioso arquitecto que construyó la reconocida Universidad Estatal de San Pablo (USPI) y que relata como vivió la cinematográfica ola de violencia que vivió la ciudad más grande y rica del Brasil, el pasado martes 16 de mayo.

Por Luís Fingermann

Vivo en San Pablo hace 65 años y nunca he pasado una situación igual. Es usual que cuando algún extranjero viene aquí, nos pregunte como es vivir en una ciudad de 40 millones de personas, donde más de la mitad es pobre "!Esto puede explotar en cualquier momento!", me decía hace tiempo un arquitecto amigo que vino de New York.

Y ese es el paisaje habitual de San Pablo. La sensación de que todo, algún día, podrá explotar. Paradojas del sistema, nos encontramos en uno de los centros industriales más poderosos del planeta, y en uno de los cinco países con mayor desigualdad del planeta.

Ayer en San Pablo era un día húmedo, espeso, y el aire de incertidumbre que se vivió fue indescriptible. Desde muy entrada la mañana, el presagio más temido se hacia realidad: los motines continuaban en las cárceles, y la inseguridad se apoderó de todos los ciudadanos.

Sabemos que el efecto cadena corre con velocidad fantasmal, y que las noticias hablaban del "éxito de los vándalos", "de un plan perfecto", lo cual no hacía más que estimular las acciones de estos grupos. Tratan de reducir todo el temible Primer Comando de la Capital (PCC) los cuales seguramente habrán iniciado este desbande, pero hay miles de pequeños grupos armados, que estarán siendo sacudidos por las noticias, y alentadas para actuar.

Hubieron más de 80 muertos en estos tres días, motines centenarios en diversas cárceles con datos que nunca conoceremos con precisión, un transporte público casi paralizado por el temor a que los incendien - solo ayer quemaron más de 50-, lo que en esta ciudad dinámica, esquizofrenica y vigorosa implicó ayer vivir bajo un silencio sepulcral.

Calles vacías, colegios sin alumnos, miradas extrañas entre vecinos, cada cuadra se transitaba con el riesgo de ser atacado y formar parte de esos números fríos que hoy aparecen en los diarios.

Luego de dejar a mis tres hijos en casa, fui a la Avenida Paulista, la más importante de aquí, donde se despliega el centro financiero de San Pablo. La bolsa de valores estaba cerrada desde bien entrado el mediodía, las oficinas sin gente y la población en los bancos sacando dinero por precaución o ingenuidad, pero en cantidades inusuales.

En Brasil vivimos acostumbrados a esta sensación de control inexplicable. Somos 40 millones, y vivimos expuestos a la violencia y a la criminalidad. Pero, sin embargo, tratamos de mantener una vida abierta, caminando con tranquilidad, sin vivir enjaulados en autos blindados, ni enviar a nuestros hijos al colegio con seguridad privada. Eso intentamos, al menos.

Pero, días como estos, no hacen más que nublar nuestras mentes. Estamos en una ciudad sitiada, donde todo parece posible, y el silencio que muchas veces es paz y tranquilidad, aquí se vive como un acto inexplicable: una San Pablo vacía y sin bullicio es fisonómicamente otro sitio, otro lugar, en el cual no quiero vivir.