Coronavirus

Caído del cielo

La espera terminó. La auténtica presidencia de Alberto Fernández empezó estos días cuando la realidad le rompió el equilibrio.

 Será un lugar común decir que antes que la vacuna contra el Coronavirus encontramos la vacuna política: "la vuelta del Estado". ¿Tan así? No es que el Estado se haya ido. De hecho, podemos pensar también, que eso que sufre Europa y que para muchos es el fruto del desguace parcial de su sistema público (caso Italia), ocurre en la casa de quienes lo inventaron. Los argentinos no inventamos el Estado. Pero igual... inventamos este Estado argentino. Esa vieja casa que administra los dramas en sus capas: que tiene a un Alberto, un Axel, un Larreta. Un Estado que no es una sola cosa.

Muchos de los que reivindican el triunfo de la idea de Estado-Nación, pertenecen (pertenecemos) a la quinta de quienes organizamos nuestra vida en torno a él. Y eso nos obliga a no confundir derechos con privilegios, sobre todo para no hacer el juego a aquellos que imaginan la caricatura insólita de que la Argentina promedio es un perezoso que quiere vivir del empleo público. El Estado es mucho que más que un "patrón". Organiza la comunidad. Este Estado que no es solo el benefactor del funcionario, empleado o beneficiario que cobra de él, sino quien asegura la vuelta de miles de compatriotas de sus viajes por el mundo. Es la "reunión de padres" de todos los ciudadanos. El teléfono por si te perdés en una playa del Pacífico o en el Himalaya. Aún en un Hércules, como sea, pero el Estado al final te va a buscar. Argentinos somos todos. Incluso la sastrería del ejército interrumpiendo su producción para ponerse a hacer barbijos.

Pero la última capa de nuestra grieta ideológica parece ser ésa que se subrayó tanto en los años macristas: la de quienes dicen querer sacarse al Estado de encima contra los que esperarían todo de él. Una ficción binaria en la que se enfrentarían productivos versus subsidiados, soja versus industria del calzado, exportadores versus "vivir con lo nuestro". Los 8 millones que sostienen a 20 millones que cobran del presupuesto. Pero esta vez, en lugar de burlarnos de los "neoliberales que piden Estado" en la noche de la pandemia, la oportunidad será ganar mayor amplitud para un entendimiento común. El coronavirus tiene una lección: no es que será más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo, pero sí tal vez será útil pensar que al "realismo capitalista" de Fisher le entró una bala. Paramos el capitalismo para salvar el mundo. Un mundo en el que es más fácil regular la pirotecnia atómica del líder norcoreano que la propagación de un virus salido de un murciélago en un mercado chino.

La Argentina no es un país sin acuerdos, pero no tiene uno en torno al capitalismo. Esa es la mácula. Eso es lo que no cerró. Sostenemos una agenda sueca con los pies en el barro. Tenemos AUH, tenemos DDHH, pero nos agarramos a piñas por los dólares: los que necesitamos, los que producimos, los que faltan, los que están abajo del colchón, los que se fugan, y así. Pero ese piso de "acuerdo civil", que muchos de afuera llamarían "liberal" en un sentido "literal", nos coloca sobre el borde de un manifiesto: en Argentina no hay capitalismo a cualquier costo.

Los argentinos no inventamos el Estado. Pero igual... inventamos este Estado argentino. Esa vieja casa que administra los dramas en sus capas: que tiene a un Alberto, un Axel, un Larreta

Tal vez el General Perón en medio de la interna peronista (cuando en un rapto de lucidez percibió que ni él podía reconciliar las alas salvajes de un juego que creó) tradujo su testamento: sólo el pueblo salvará al pueblo. ¿Cuántos pueblos hay en un pueblo? Había un libro de los Sacerdotes para el Tercer Mundo publicado en 1975 que parecía responderle a Perón en el título: "El pueblo, ¿dónde está?". El pueblo ya no existe quizás, pero siempre está construyéndose. El pueblo es una promesa. Así vemos todas las misas con que se convoca a un pueblo. Las celestes y las verdes. Todos quieren armar su pueblo. Su pesebre, aunque laico. Y parecemos todos mirar al cielo y decir: sólo el Estado salvará al pueblo. Pero el Estado es el acuerdo que nos falta: ¿qué Estado, qué culo sangra para sostenerlo? Separen la Iglesia del Estado, bueno. Pero no hay Estado sin fe. Y la fe en El Progreso se separó sola de todos nosotros. ¿Qué nos queda? Esto: vivir en comunidad aunque sea apretando los dientes, esto "inevitable". Ser argentino es la promesa seca para todo aquel que quiera pisar este suelo. Insisto: mientras escribo, un trabajador del ejército cose un barbijo para nosotros.

Los momentos de crisis e incertidumbre involucran la toma de decisiones estatales y tan particulares que tienen parte de sus costos ahí, en esa "zona" de la vida que algunos cientistas sociales nombran amenazada y con escepticismo por las consecuencias: una ruptura de la sociabilidad. Prefiero equivocarme con Alberto Fernández que acertar con Agamben. (A quien leemos, por supuesto.) Porque la disciplina parece lograrse siempre con un ingrediente lunático, exagerado en la carga narrativa, que incrementa paranoias, que nos aísla y que nos salva. La epidemia obliga a un "estado de excepción". ¿Estamos ante un momento de cuánto peligro? ¿El peligro de morir o el peligro de perder la economía?

Los medios machacan del mismo modo y con el mismo tenor todo: hoy es el Coronavirus. Los primeros que desdramatizan algo son los que lo dramatizan. Los que nunca podrían agachar la cabeza frente algo más grande que ellos. Y se los pudo leer y oír estos días a muchos editorialistas que no tienen palabras para lo que pasa; porque esto pasa unos metros "más allá" de los significados cotidianos. Pero es la trillada naturaleza de "los medios": producir un estado de cosas y la adicción a su consumo. Los medios son así, y es viejo decirlo. E incluso la "crítica a los medios" forma parte de la misma oferta: medios que discuten el rol de los medios, paneles de periodistas y opinadores que reflexionan en vivo sobre el tratamiento mediático.

Alberto señala las terrazas de un hospital a medio terminar. Promete construir ocho hospitales más. Nadie sabe pero nadie cree oportuno preguntarse de dónde saldrá la plata. Porque cuando algo se hace y después se ve cómo se financia: eso se llama prioridad

El Estado argentino está actuando. Nombrando las cosas, tomando decisiones, contemplando lo económico en el mismo plano y nivel que lo epidemiológico. La espera terminó. La auténtica presidencia de Alberto Fernández empezó estos días cuando la realidad le rompió el equilibrio. Tiene su primera imagen contundente: el presidente sobrevuela con el ministro Gabriel Katopodis el conurbano bonaerense. En la foto señalan las terrazas de un hospital a medio terminar. Prometen construir ocho hospitales más. Nadie sabe pero nadie cree oportuno preguntarse de dónde saldrá la plata. Porque cuando algo se hace y después se ve cómo se financia: eso se llama prioridad. Se llama urgencia. Se llama justicia social sin tasas chinas. Porque exactamente esa es la realidad.