Una nueva curva en el mismo laberinto

Un país que acumula éxitos institucionales, pero que sigue dentro de su larga pesadilla económica.

Mauricio Macri fue electo presidente sin ser peronista, ni radical ni militar y terminará su mandato. Un gran logro. Y puede reelegir. Y eso también sería histórico. Ni la democracia ni las instituciones corren peligro, hay consenso que el camino es con la democracia, votando y aceptando el resultado.

Pero el estancamiento económico ya se tragó las tres décadas y media de restauración constitucional.

Para describir el fracaso económico sólo mencionemos un dato: más de la mitad de los menores de 14 años son niños y niñas viviendo en la pobreza.

Argentina encalló hace mucho. El no-peronismo democrático dirá que el último gran año fue 1928, la derecha 1940, los progres 1973. Todo en el pasado. Y es acá donde el peronismo tiene una ventaja. Su adaptación a que las cosas son como son es mayor a la del resto del arco político. No hay necesariamente un gran año para el peronismo. Por eso no para de sumar marcas de agua en sus boletas: Perón, Eva, Néstor. ¿Estará algún día Alberto?

Con la teoría de que la estabilidad institucional traería estabilidad económica ya es hora de hacer lo mismo que con muchas de las otras que buscaban el mismo fin: eliminar del mapa a toda una generación "que había perdido el rumbo", renunciar a tener moneda, desindustrializar violentamente (porque supuestamente esa es era la causa "profunda" de la inflación), privatizar YPF y las jubilaciones, estatizar YPF y las jubilaciones, hacer megadevaluaciones e instaurar retenciones, proscribir al peronismo, proscribir a todos los partidos políticos, cambiar la moneda y empezar de cero, etc.

Nada funciona. Y mientras se mire al pasado y se confíe tanto en la magia del volantazo posiblemente nada funcionará. Argentina no está tan destruida como Venezuela como para verse forzada a aceptar que lo que se perdió no vuelve nunca más, pero tampoco esta en posición de recuperar el esplendor de 1928 o 1973. Por lo menos no rápidamente.

Este punto intermedio, tibio, es parte de la explicación de la parálisis del país. Porque al celebrado Pacto de la Moncloa no se lo quiere ver sólo como un peldaño más en la escalera de salida de una guerra civil con un millón de muertos, sino como el gran acuerdo salvador. Y lo cierto es que La hora del Pueblo y el Gran Acuerdo Nacional de 1972 y 1973 en nuestro país fueron muy parecidos a ese pacto español.

Argentina difícilmente termine destruida como Venezuela. Porque uno de los ahorros privados más altos del mundo en desarrollo sigue allí expectante fuera de las garras de los políticos y bancos argentinos, el sector agrícola sigue siendo el más competitivo del planeta (sin riesgo de ser estatizado y destruido, como PDVSA) y la sociedad argentina sigue eligiendo mantenerse lejos de la violencia generalizada y cerca de la búsqueda de oportunidades a través de la educación y la superación personal.

Además, nadie pudo volver a tocar la Constitución después de ese acuerdo entre Alfonsín y Menem, que impidió que un bando reescribiese a su gusto la Carta Magna como en 1949 y 1957. Tampoco pasó el filtro -por suerte-­- el intento de nombrar jueces por decreto.

Entonces, en la superficie, parece haber una desesperación por el cambio, pero, en lo profundo, no la hay. Aún cuando el "esto va a explotar" este a la orden del día en la boca de muchos, no hay urgencia real en los inconscientes argentinos. Es sólo otra curva de nuestro laberinto circular.

En este contexto se desarrolla una nueva campaña presidencial, donde quien gane lidiará con cómo pagar una deuda que es nuevamente gigantesca y con el FMI.

¿Algo nuevo? No.

Sólo que ningún país capitalista de la región está ni cerca de esta situación y el contraste con ellos es cada vez más duro. El mundo sigue su camino a pesar nuestro y aún cuando nos guste generalizar nuestros males, el resto del subcontinente está muy en otra.

El gran dato -que la oposición se resiste a ver como el mayor logro del presidente Mauricio Macri-­- es que el gobierno de Donald Trump decidió salvar al experimento cambiemita. Y lo hizo a lo grande. Le tiró 57.000 millones de dólares. Quedará para los historiadores y los especialistas en geopolítica entender por qué lo hizo. Pero lo hizo.

Y eso tiene consecuencias.

La híper no sucedió, la devaluación fue contenida, se puede hacer repartija electoral como en toda campaña y el presidente de la recesión es competitivo y puede ganar.

Del otro lado, un PJ con un candidato con la enorme oportunidad de generar un nuevo peronismo. ¿Lo hará? ¿Podrá?

Hay un hecho sutil que pasó desapercibido: Cambiemos era una afirmación hacia nosotros mismos, primero cambio yo, después puedo cambiar al país.

Pero Cambiemos no existe más, ahora es Juntos por el Cambio.

Cambio es una de las palabras más remanidas y trilladas de la política electoral en cualquier parte del mundo. Cambiemos no lo era. Ya no hay afirmación en primera persona y pasó de verbo a sustantivo. Dejó de moverse, de tener vida, no incluye a quien lo verbaliza.

Ahora es el Cambio, abstracto y en el aire.

Posiblemente Argentina no tenga todavía los incentivos correctos para verdaderamente cambiar. Porque esta idea de que cuando tocás fondo (ya sea invadiendo Malvinas o con 200% de inflación) "no tenés más opción que modificar tu comportamiento" no es cierta. Un buen psicoanalista explicará que se puede

pasar por muchas crisis y no aprender nada de ellas. O hacer un giro tan grande que termina siendo de 360 grados.

Y este parece es el caso de la Argentina.

Lo que sí sabemos es que a nivel consciente sí repetimos que queremos ese cambio. Pero como este deseo no deja de ser superficial, hay una conformidad mayoritaria con la grieta y sus términos mediocremente binarios: pueblo o corporaciones, república o mafia, oligarquía o desarrollo, capitalismo o venezualización, y así.

Como estos polos funcionan muy bien electoralmente el círculo vicioso de suma cero se cierra sobre el país para que se entretenga -­-una vez más-­- con el espectáculo gatopardista.

Total, todavía algo queda de los U$57.000 millones prestados para pagar la función, que supuestamente estaban destinados a que "sigamos cambiando" y que en realidad tienen el resultado exactamente opuesto.