Trump presidente

Adiós, Obama

La agridulce despedida de Obama: se va con uno de los índices de aprobación más altos de la historia.

Hace poco menos de doce años un senador junior por el estado de Illinois con nombre musulmán y herencia africano-americana -en el sentido más literal del término- conquistó a la audiencia de la convención nacional demócrata con un discurso que lo catapultó al ámbito nacional.

Resulta sorprendente que apenas cuatro años después de ser un desconocido, Barack Hussein Obama ganó las elecciones generales para presidente de los Estados Unidos; el llamado “líder del mundo libre”, con el ejército más poderoso en la historia de la humanidad a su disposición. Obama se colocó como uno de los mejores oradores que han ocupado el cargo, y el primero que podría haber tenido una carrera paralela haciendo stand up.

En 2011, durante la cena de corresponsales de la Casa Blanca que el presidente ofrece cada año, Obama apuntó sus baterías a uno de los comensales: el magnate Donald Trump, quien llevaba los últimos tres años sosteniendo que Obama había nacido en Kenia. Hawaii, su estado natal, finalmente había hecho pública una copia del certificado de nacimiento “extendido” del presidente. Obama aseguró que nadie estaba más contento que Donald: “Porque por fin puede regresar a concentrarse en los temas que importan, como si fingimos el alunizaje; ¿qué pasó en Roswell?, ¿y dónde están Biggie y Tupac?”, se burló.

Aunque llevaba por lo menos diez años coqueteando con la presidencia, esa noche nació la obsesión de Donald Trump: que Obama le entregara las llaves de la Oficina Oval. Seis años después lo logró.

El día de hoy Obama se despide con un índice de aprobación de entre 57 y 62%, que lo pondría entre los más altos en la historia moderna de Estados Unidos, junto a Bill Clinton (66%), Dwight Eisenhower (60%), y Ronald Reagan (63%). Como comparación, George W. Bush se fue con un índice de 29%, y Bush padre con uno de 49.

Obama deja muchos pendientes, sobre todo para las minorías. La reforma migratoria integral nunca llegó, la prisión de Guantánamo sigue funcionando, y los bombardeos en el medio oriente siguen igual de sangrientos. Muchos de los avances progresistas de su administración están por recibir un ataque frontal por parte de Trump y su Congreso.

Su aprobación debe ser una victoria agridulce para el presidente saliente. Obama terminó por repetir la historia de su antecesor, Bill Clinton: aún con números históricamente buenos, entregó la presidencia al Partido Republicano en una elección duramente cuestionada. En 2000 se habló incluso de fraude en Florida, y el pleito llegó hasta la Suprema Corte. En 2017 el debate sobre la participación de Rusia en la elección sigue vivo, y las agencias de inteligencia norteamericanas insisten en que hubo intervención directa de Vladimir Putin.

Como Clinton con Al Gore, a Obama le fue imposible contagiar a Hillary su popularidad. Con todo y el discurso en la Convención Nacional Demócrata que fue aplaudido en medios por su extraordinaria ejecución y contenido, y que hizo ver a Donald Trump como un profeta del fin del mundo, el electorado que hace cuatro años reeligió a Obama se negó a votar por su candidata. Lugares como el rust belt en el medio oeste, otrora cuna de la industria pesada norteamericana y sus automóviles, le dieron la espalda por primera vez en décadas al Partido Demócrata. Resulta difícil acusarlos de racistas por votar a Trump, cuando en 2008 y 2012 colaboraron en entregar dos triunfos contundentes al presidente saliente.

A pesar de todos sus errores y deudas con el mundo, occidente se despide de Obama con nostalgia y tristeza. Su partida es el fin de una era en que el presidente del mundo -aunque fuera sólo en sus carteles- representaba esperanza. Quizás, al igual que su índice de aprobación, se deba a que el sucesor viene empuñando la bandera del nacionalismo añejo y el racismo.