Editorial
Sin tiempo para grises
Por Martín Rodríguez
La aceleración kirchnerista de estas horas es contrarreloj: paliar esa crisis de liquidez y dejar la mayor cantidad de herencia conflictiva en esa contabilidad incierta.

Cuánto de cambio, cuánto de continuidad es el dilema que abrió la que llaman “caprilización” del mundo opositor en varios países de América Latina. Superación más que oposición ciega. Capriles tuvo éxito porque no negó al chavismo, decían. Marina Silva, por un segundo, pareció encarnar ese repentino éxito en su cénit biográfico: era una ex PT serruchando la rama del PT. Pero el deterioro de las economías, la crisis, las recesiones, apuran contextos polarizados y el otro fantasma (los anti más recalcitrantes) parece volver con todo. En Brasil ganó Dilma con el voto masivo de los pobres pero por menos de lo esperado y salió segundo el más opositor, el candidato de la socialdemocracia liberal, el señor Aécio Neves da Cunha. Un prototipo más clásico. Podría estar claro que para el gran PT o el kirchnerismo son preferibles los que se oponen abiertamente, los que se colocan a su derecha, más que a los que se muestran selectivos, en una suerte de lectura a la carta, separando con palitos chinos lo bueno de lo malo del menú de herencia. Como si los gobiernos fueran agendas desarmables, sumas de partes sin el todo.

Dice el sociólogo Tomás Borovinsky que “en Brasil gobiernan las elites” y que “Chile está gobernada por sus dueños”. Brasil y Chile, dos citas típicas de los civilizados argentinos en el debate contemporáneo, podrían en el fracaso de Piñera y en la larga década petista desmentir la bella sentencia de Borovinsky. Sin embargo, algo de eso en los estilos permanece, en el juego de apellidos y burocracias blindadas. El PT recordó que para que haya menos pobres alguien se tiene que acordar de los pobres. Bachelet encarna, quizás, el primer gobierno con un leve tinte de izquierda. Veremos. ¿Y Argentina? Argentina es peronista, sería la respuesta novata. Argentina, en tal caso, es siempre más plebeya. Moviliza. Eso no le quita a nuestra política la existencia, aunque sea discreta, de un profesionalismo político. Porque, mal que nos pese, existe la “clase política”.

¿Hay tiempo para grises? Una vez un dirigente trotskista me preguntó qué diario leía. Año 2003. Prehistoria de la batalla cultural. Di mi respuesta: Clarín, La Nación. Él, que ya paladeaba su respuesta, dijo: yo leo Infobae. “Leo directamente al enemigo”, me dijo. Para un joven radicalizado todo lo intermedio era una pérdida de tiempo, y vivía la fascinación de leer a quien consideran su “otro”. Infobae, se le representaba como el trotskismo de derecha, al que había-que-leer. Mientras tanto, allá lejos, en otros diarios asomaban los ajustes semánticos de un nuevo orden por venir.

El kirchnerismo se muestra faraónico por estos días de recesión y disputa internacional. El lanzamiento de políticas de hábitat o las intervenciones legales al mercado en las condiciones operativas que lo permiten las capacidades limitadas del Estado no parecen acoplarse con el tiempo de descuento que queda. Ya se vio con el combate a la inflación del Precios Cuidados que construir una ciudadanía militante supone un plus vital: ¿cuánto tiempo tiene la gente para ese after hour participativo? El problema es el tiempo: el tiempo que queda. Los que vienen (repiten TODOS) dicen tener la agenda escrita: gobernarán ocho años, reemplazarán con inversión y tomando deuda el gasto público (tal como el gobierno quiso y no pudo), fijarán por ley en el Congreso la AUH, se “abrirán al mundo”, empezarán a ordeñar algo de Vaca Muerta, seguirán la gira asiática de la soja, es decir, enfatizan el carácter auto-infligido de la crisis argentina. La aceleración kirchnerista de estas horas es contrarreloj: paliar esa crisis de liquidez (tratando de obligar a los empresarios a “ponerla”) y dejar la mayor cantidad de herencia conflictiva en esa contabilidad incierta (“¿qué deja el kirchnerismo exactamente?”). Algo es seguro, más allá del debate sobre la desigualdad social y la ausencia de cifras oficiales: el gobierno deja un Estado más poderoso. (Difícil que alguien llegue al poder para empezar a devolverlo.)

Dicen los nativos: “Los populistas nos quieren intensos, los peronistas nos quieren felices, los republicanos nos quieren educados, los liberales no nos quieren”. Hay un problema: están todos mezclados. 

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