20 de abril, 2024
El papa Francisco, el ejemplo que desequilibró al kirchnerismo
Jorge Bergoglio posiblemente sea uno de los políticos más brillantes de la historia argentina. Su entronización como Papa agravió al kirchnerismo que desconectado de la ola de orgullo y alegría que inundó a la mayoría de los argentinos, siguió atacándolo como si nada hubiera cambiado. El insoportable espejo de un hombre que decidió vivir como pregona.
Néstor Kirchner solía chicanear a los empresarios asustados por sus presuntas pulsiones anti capitalistas, con la frase “no escuchen lo que digo, miren lo que hago”. Fue un peronista bastante clásico, pragmático y negociador, que en su mandato cuidó el equilibrio de las cuentas públicas como pocos presidentes argentinos.
Ese cuidado se perdió, como también se extravió el reflejo negociador, el olfato para subirse a una ola que se insinúa demasiado grande. Lo hizo con Juan Carlos Blumberg, cuando el “ingeniero” convocaba multitudes detrás del reclamo por la inseguridad. Kirchner lo abrazó y le dio apoyo legislativo a sus inconexas y contradictorias normas penales. Prefirió subirse a su tabla de surf, antes que ponerse a explicarle a la ola porqué estaba equivocada.
Sin embargo, tanto él como su mujer, nunca lograron calibrar adecuadamente el desafío que les planteaba ese cardenal de modales suaves y homilías encendidas. Ese jesuita demasiado político, que les pulseaba también en su terreno.
Fue así con la tragedia de Cromañón cuando los Kirchner en uno de sus más grandes errores históricos, prefirieron sostener contra viento y marea a Aníbal Ibarra, incluso al costo de asumir como propia la miserable estrategia de hacer de los padres de los chicos muertos, enemigos políticos.
Bergoglio demostró en ese momento de que madera esta hecho. Asumió en toda su dimensión el rol de padre espiritual de la Ciudad, ofreció a esos padres destrozados la contención que no encontraban en un Estado que los demonizaba. Consoló, pero también desde el púlpito de la Catedral marcó la desmesura, la corrupción alienada, autista, de un gobierno que era incapaz de reconocer su parte de la culpa en la peor tragedia de la historia de Buenos Aires.
Una pelea que libró casi en soledad contra el gobierno nacional, la administración porteña y los grandes medios que en ese entonces eran aliados del kirchnerismo y socios de Ibarra. Y como muchas otras batallas que dio y que continúa dando, esta pelea contenía una faz política, pero detrás se vislumbraba el drama humano, la tensión moral, la profundidad insondable de lo que estaba en juego.
Y es esa acaso una de las más grandes virtudes del nuevo Papa: Su visible aversión por lo frívolo, lo superficial, por la etiqueta fácil, por esa intelectualidad de consignas gastadas, esa presunción ideologizante, rápida para tomar posición y perder de vista lo profundo complejo de los asuntos humanos.
Frente a una clase política que promedia el vuelo bajo, Bergoglio no hace gala de una intelectualidad que se percibe sólida, sino que elige el camino más arriesgado de sumergirse en los asuntos más dolorosos de nuestra época. Y lo hace con palabras sencillas, que no buscan el lucimiento personal.
El agravio
La austeridad, el mensaje de más alto más humilde, la sonrisa de buenazo, la solidez de lo que se intuye verdadero, la ausencia de artificio, es lo que agravia. Agravio que desnuda hasta extremos insoportables, que expone rencores, envidias, pequeñas miserias mal procesadas. Lo que no se soporta es lo que se carece, en este caso, sobre todo, grandeza.
Misma miseria que se observa en la “acusación” de que hizo poco para enfrentar a la Dictadura, que no se inmoló en la Plaza de Mayo o se entregó a los asesinos. Que no fue un mártir. Notable pedido de quienes si algo no fueron en ese período, es mártires. Reclamo de un heroísmo que se carece. Es muy fácil ponerse exigente con la vida de los otros. Humano, demasiado humano.
Cristina Kirchner con todas sus dificultades, fue acaso la primera en entender que la pelea ya había terminado, por la sencilla razón que aquel que ella y su marido imaginaron como gran antagonista, había ingresado en otra dimensión.
Bergoglio es ahora el Papa Francisco, un líder global, uno de los dos o tres hombres más influyentes del planeta. La pelea –si alguna vez existió en esos términos- sólo continúa desplegándose en la mente afiebrada de algunos fanáticos. La pelea terminó. Bergoglio es ahora, el líder espiritual más gravitante del planeta.
Cristina fue fría, formal, distante, pero también muy profesional, en asimilar lo que seguramente entendió como una mala noticia. Irá al Vaticano y se someterá desde lo gestual a la autoridad de ese hombre al que no ahorró ningún gesto de desprecio. Porque la Presidenta es una política profesional, que aún a disgusto sabe reconocer una derrota. Pero no nos engañemos, es esa celebración forzada –que todo el mundo vio-, es mucho lo que perdió.
El kirchnerismo extravió en su desgraciada pelea con el nuevo Papa, mucho más que la oportunidad de subirse a uno de los escasos momentos de felicidad colectiva que experimentó la Argentina en los últimos años. No supo hacer suyo ese orgullo que recorre las calles, más intenso aún porque se sabe merecido, alcanzado sin atajos, ni trampas y que nos ubica bajo una luz por completo distinta, frente al mundo.
Un líder global
Por lo visto en sus primeros días como Papa, Bergoglio parece destinado a convertirse no sólo en líder de la cristiandad, sino en una figura ecuménica de enorme popularidad, en un símbolo que acaso logre traspasar las fronteras del catolicismo con un mensaje demasiado poderoso: La opción por los pobres.
Pero no la opción declamada, sino aquella que se acompaña ya no de gestos para las cámaras, sino de la verdad de toda una vida. Y es eso acaso lo que más duela. El espejo de un hombre que vive lo que declama, el testimonio de aquel a quien todo lo es dado y lo rechaza con sencillez. Desde un lugar muy pequeño cada gesto de desprendimiento, de humildad, acaso se viva como una crítica.
Imaginar que el peso que sume por sus propias acciones al peso que ya trae implícito el lugar de Papa, sea inocuo para la Argentina. El Papa Francisco va a influir en el país de maneras todavía imposibles de mesurar en toda su extensión.
Su vida, sus acciones diarias, resignificadas bajo la luz de ser el heredero de Pedro, irradian una fuerza que además de dejar en evidencia, seguramente forzarán cambios con ese peso tan olvidado por la mayoría de los políticos argentinos, el peso de predicar con el ejemplo.
Ese cuidado se perdió, como también se extravió el reflejo negociador, el olfato para subirse a una ola que se insinúa demasiado grande. Lo hizo con Juan Carlos Blumberg, cuando el “ingeniero” convocaba multitudes detrás del reclamo por la inseguridad. Kirchner lo abrazó y le dio apoyo legislativo a sus inconexas y contradictorias normas penales. Prefirió subirse a su tabla de surf, antes que ponerse a explicarle a la ola porqué estaba equivocada.
Sin embargo, tanto él como su mujer, nunca lograron calibrar adecuadamente el desafío que les planteaba ese cardenal de modales suaves y homilías encendidas. Ese jesuita demasiado político, que les pulseaba también en su terreno.
Fue así con la tragedia de Cromañón cuando los Kirchner en uno de sus más grandes errores históricos, prefirieron sostener contra viento y marea a Aníbal Ibarra, incluso al costo de asumir como propia la miserable estrategia de hacer de los padres de los chicos muertos, enemigos políticos.
Bergoglio demostró en ese momento de que madera esta hecho. Asumió en toda su dimensión el rol de padre espiritual de la Ciudad, ofreció a esos padres destrozados la contención que no encontraban en un Estado que los demonizaba. Consoló, pero también desde el púlpito de la Catedral marcó la desmesura, la corrupción alienada, autista, de un gobierno que era incapaz de reconocer su parte de la culpa en la peor tragedia de la historia de Buenos Aires.
Una pelea que libró casi en soledad contra el gobierno nacional, la administración porteña y los grandes medios que en ese entonces eran aliados del kirchnerismo y socios de Ibarra. Y como muchas otras batallas que dio y que continúa dando, esta pelea contenía una faz política, pero detrás se vislumbraba el drama humano, la tensión moral, la profundidad insondable de lo que estaba en juego.
Y es esa acaso una de las más grandes virtudes del nuevo Papa: Su visible aversión por lo frívolo, lo superficial, por la etiqueta fácil, por esa intelectualidad de consignas gastadas, esa presunción ideologizante, rápida para tomar posición y perder de vista lo profundo complejo de los asuntos humanos.
Frente a una clase política que promedia el vuelo bajo, Bergoglio no hace gala de una intelectualidad que se percibe sólida, sino que elige el camino más arriesgado de sumergirse en los asuntos más dolorosos de nuestra época. Y lo hace con palabras sencillas, que no buscan el lucimiento personal.
El agravio
La austeridad, el mensaje de más alto más humilde, la sonrisa de buenazo, la solidez de lo que se intuye verdadero, la ausencia de artificio, es lo que agravia. Agravio que desnuda hasta extremos insoportables, que expone rencores, envidias, pequeñas miserias mal procesadas. Lo que no se soporta es lo que se carece, en este caso, sobre todo, grandeza.
Misma miseria que se observa en la “acusación” de que hizo poco para enfrentar a la Dictadura, que no se inmoló en la Plaza de Mayo o se entregó a los asesinos. Que no fue un mártir. Notable pedido de quienes si algo no fueron en ese período, es mártires. Reclamo de un heroísmo que se carece. Es muy fácil ponerse exigente con la vida de los otros. Humano, demasiado humano.
Cristina Kirchner con todas sus dificultades, fue acaso la primera en entender que la pelea ya había terminado, por la sencilla razón que aquel que ella y su marido imaginaron como gran antagonista, había ingresado en otra dimensión.
Bergoglio es ahora el Papa Francisco, un líder global, uno de los dos o tres hombres más influyentes del planeta. La pelea –si alguna vez existió en esos términos- sólo continúa desplegándose en la mente afiebrada de algunos fanáticos. La pelea terminó. Bergoglio es ahora, el líder espiritual más gravitante del planeta.
Cristina fue fría, formal, distante, pero también muy profesional, en asimilar lo que seguramente entendió como una mala noticia. Irá al Vaticano y se someterá desde lo gestual a la autoridad de ese hombre al que no ahorró ningún gesto de desprecio. Porque la Presidenta es una política profesional, que aún a disgusto sabe reconocer una derrota. Pero no nos engañemos, es esa celebración forzada –que todo el mundo vio-, es mucho lo que perdió.
El kirchnerismo extravió en su desgraciada pelea con el nuevo Papa, mucho más que la oportunidad de subirse a uno de los escasos momentos de felicidad colectiva que experimentó la Argentina en los últimos años. No supo hacer suyo ese orgullo que recorre las calles, más intenso aún porque se sabe merecido, alcanzado sin atajos, ni trampas y que nos ubica bajo una luz por completo distinta, frente al mundo.
Un líder global
Por lo visto en sus primeros días como Papa, Bergoglio parece destinado a convertirse no sólo en líder de la cristiandad, sino en una figura ecuménica de enorme popularidad, en un símbolo que acaso logre traspasar las fronteras del catolicismo con un mensaje demasiado poderoso: La opción por los pobres.
Pero no la opción declamada, sino aquella que se acompaña ya no de gestos para las cámaras, sino de la verdad de toda una vida. Y es eso acaso lo que más duela. El espejo de un hombre que vive lo que declama, el testimonio de aquel a quien todo lo es dado y lo rechaza con sencillez. Desde un lugar muy pequeño cada gesto de desprendimiento, de humildad, acaso se viva como una crítica.
Imaginar que el peso que sume por sus propias acciones al peso que ya trae implícito el lugar de Papa, sea inocuo para la Argentina. El Papa Francisco va a influir en el país de maneras todavía imposibles de mesurar en toda su extensión.
Su vida, sus acciones diarias, resignificadas bajo la luz de ser el heredero de Pedro, irradian una fuerza que además de dejar en evidencia, seguramente forzarán cambios con ese peso tan olvidado por la mayoría de los políticos argentinos, el peso de predicar con el ejemplo.
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