El problema severo que plantea la ausencia de un sucesor competitivo al kirchnerismo, no es en rigor más que la eterna historia de un movimiento personalista como es el peronismo. Muerto el líder –o en este caso, limitado por la Constitución a seguir ejerciendo la Presidencia-, se abre una caja de Pandora que genera el particular fenómeno de traer los problemas del futuro al presente inmediato.
Y como la puja por la sucesión de Cristina ya está instalada, es de manual la respuesta que ensaya el kirchnerismo: proponer que Cristina se suceda a si misma. Pero la jugada tiene un objetivo mucho más cercano que el objetivo que declara: garantizar la gobernabilidad.
Guillermo Moreno, cuando explicó según su visión, las causas de la corrida contra el dólar, lo dijo con claridad: “Los banqueros hicieron el cálculo, dijeron que como ya no hay nadie de apellido Kirchner para 2015, ahora había que empezar a torcer el rumbo económico”.
Mas allá de la mirada conspirativa sobre las fenómenos económicos que emparenta al peronista ortodoxo con el alfonsinismo de paladar negro, su lectura entraña una realidad que se palpa por estos días: un gobierno que tiene fecha de vencimiento es un gobierno más débil que aquel que puede proyectar su permanencia en el poder.
Y aquí regresamos a la naturaleza peronista: su resistencia a elaborar un relevo en el liderazgo dentro de la propia fuerza –no la propia familia-. Es esa marca indeleble que legó Perón al dejar a su mujer como sucesora, una de las grandes taras históricas de este movimiento, que se empeña en repetir.
A su favor hay que decir, que una de las operaciones más traumáticas para quien detenta el poder es preparar un sucesor: o sea su propio, inevitable verdugo. Aquel que comenzará a brillar con la misma intensidad que se apagara la luz propia. La democracias más consolidadas, los partidos más sólidos, logran superar ese trance, siempre incómodo, siempre difícil, en el que suele aflorar lo demasiado humano.
Acaso uno de los aportes más grandes que pueden hacer los líderes es contribuir con su propio sacrificio, a la renovación del poder. El relevo puede ser amigable o fraticida, siendo un ejemplo de lo primero la elección de Dilma por Lula o del segundo, la imposición de Gordon Brown a Tony Blair. Pero mas tarde que temprano, el sucesor, el más querido y el mas odiado, se verán en la necesidad de matar al padre para existir. Es una ley natural.
Por eso, la sucesión es el problema central de la política y la manera en que se resuelve es acaso la foto más precisa de la madurez política de una sociedad. La Argentina en ese sentido tiene un largo trecho por recorrer, ya que arrastra un largo historial de acomodar las instituciones a los liderazgos.
Kirchner había ideado la fórmula de la sucesión matrimonial, pero la biología cortó ese proyecto. Por eso, vuelve la idea de la re reelección que buscó Menem. Lo natural sería apoyar al candidato con más votos –para conservar el poder hay que ganar elecciones- y ese hoy es Daniel Scioli. Como en su momento era Duhalde frente a Menem.
Pero hoy como entonces, prevalece la desconfianza interna, las facturas acumuladas, cierta debilidad para asumir el propio límite. Entonces, es inevitable que se busque la propia continuidad. Operación que suelen alentar los “puros”, aquellos que han logrado enmascararse en una pasión que en el fondo se sabe oportunista, pero que se tolera –y hasta alienta- por su funcionalidad.
Hoy fue una joven diputada de La Cámpora la que espabiló a la primera línea del kirchnerismo- Boudou, Mariotto, Bossio-, planteando la necesidad de una nueva reelección de la Presidenta, que el vicepresidente se apresuró a respaldar. Es natural, que iniciativas de este tipo, que despiertan enormes recelos en la sociedad, comiencen desde los bordes, fáciles de desautorizar, pero útiles para plantar el mensaje: “Cuidado, que puedo seguir”.
Un pretendido antídoto para traiciones apresuradas. Pero la realidad es más amplia. Lo que ocurre es que la batalla de la sucesión ya está plantada en toda su extensión y como un coro de niños cantores, repite el mismo nombre: Daniel Scioli. En un ejercicio de retroalimentación con la otra bestia negra del cristinismo: Hugo Moyano. Votos más poder real. Popularidad, imagen positiva y fierros. Control de la calle y benevolencia mediática. O sea, peronismo siglo veintiuno.
Subestimar a Scioli es a esta altura un deporte de riesgo, que sólo alguien demasiado ingenuo puede ejercitar. “Nosotros no subestimamos a nadie”, afirmó indignado a este cronista un importante funcionario del gobierno. Y actúan en consecuencia. Por eso estuvieron ocho años.
Es tan obvio que Boudou no es el elegido, es tan transparente que el rol asignado a Mariotto es hostigar más que ser; como que la carta secreta del kirchnerismo es una y sólo una: Cristina.
La pregunta en todo caso es si el gobierno gozará una vez más de la compañía de una economía robusta, que genera empleo, que alimenta el consumo; o como le sucedió a Menem en su último mandato, enfrentará su desafío mayor con la cuesta empinada de la recesión o la progresiva caída de la actividad.
La sociedad argentina ya dio sobradas muestras que su principal vector es la economía del cortísimo plazo. Si hay fiesta puede haber reelección, re reelección o lo que guste mandar. Sino hay fiesta, como dijo Moreno: “Olvidense!”.