Caso Nisman
Teorías conspirativas y conspiraciones
Por Martín Rodríguez
La Side es el núcleo duro de la poítica argentina. Nisman murió en un pantano estatal de agua electrizada.

La muerte hasta 1983 era una forma de dirimir la política; la muerte, desde 1983, marca el límite de la política.

Natalio Alberto Nisman murió y no sabemos por qué ni –hasta ahora- cómo. Pudo haber decidido matarse, pudo haber sido inducido a matarse, pudo haber sido asesinado, pero ninguna de las tres hipótesis puede sacar la política de esa muerte. Porque Nisman estaba enrollado en un nudo del Estado: el triángulo de las Bermudas de la “causa AMIA” y su “pista iraní”. Una pista que concentró los recursos judiciales y políticos y que se abroqueló dentro de la lectura de escala global que Estados Unidos y el Estado de Israel dieron de ese hecho de guerra en suelo argentino. Nisman murió y excitó los resortes narrativos y conspirativos: “el fiscal que acusó a la presidenta muere la noche anterior a su Día D”. Y a mucha gente la fácil lectura no es un problema: la obviedad autoral (“fue el gobierno” o su contrario: “fueron los ex servicios para perjudicar al gobierno a favor de…”) no le dice nada. Ni tampoco la endeblez de la acusación originaria del fiscal. Por lo pronto, advierten a media distancia que el Estado es una guerra interior, que la transición va a ser dura. Vamos un poco para atrás.

A fines de 2001 Argentina votó la “Ley de Inteligencia Nacional” (ley 25.520), que se reglamentó en 2002, y que contiene una declaración de principios sobre la centralidad operativa de las agencias federales de Inteligencia, el acotamiento formal de sus competencias (alejadas del espionaje político) y que las coloca –con cabeza en la SI, ex SIDE- bajo la órbita presidencial. También, crea una Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de lnteligencia del Congreso de la Nación con 14 senadores y diputados como un control que en los hechos no funciona.

Conociendo la cultura política argentina la lectura de esa ley nos remite a un nivel de inviabilidad aún mayor que el de la Ley de Medios. ¿Por qué? Porque obliga al Estado (o la presidencia) a drenar dominio, distribuir entre los poderes el control y acotar su campo de operación. Una restricción al uso del monopolio de la fuerza, del espionaje y del conocimiento que ningún gobierno sería capaz de asumir. La democracia es un orden, es un Estado, implica gobernabilidad. La Side siempre fue una clave realista y también la fantasía de que las chances de esa gobernabilidad implican una infinita capacidad operativa para construir hechos e imágenes al servicio del control social. La Side es un núcleo duro de la cultura política argentina, y existe como debe existir una agencia de inteligencia en cualquier país del mundo. En principio, fue creada por Perón para asegurarle un servicio de inteligencia al poder civil y democrático, más allá de los usos y abusos originarios, en pos de evitar el monopolio militar en la materia.

Así, la Side resultó un Zelig de todos los tiempos: hay quienes olían Side en las roturas de las vidrieras de Modart, en el intento de copamiento guerrillero al cuartel de La Tablada, en los saqueos durante los gobiernos de Alfonsín, De la Rúa o CFK. Era el Estado y su mano invisible, era la media verdad y la otra media de imaginación. Era el poder del Presidente y era el poder sobre el presidente. Las “teorías conspirativas” son formas de encontrar seguridad. Quienes creen en ellas, las consumen y las reproducen, y al hacerlo eligen vivir en un mundo guionado por grandes mentes maquiavélicas capaces -por ejemplo- de hacer implosionar dos torres gemelas en el centro financiero del mundo. Un mundo que está lleno de intemperies y azares, un mundo mucho más caótico y contradictorio, y que siempre necesita algún hilo conductor que centralice sus mil versiones de las cosas. Si hoy, en cualquier situación, la Argentina fuera un avión estrellado, seguramente la caja negra de ese avión se llamaría Side.

Pero dicho esto, e instalado el anti virus contra el conspirativismo en este mismo repaso, diremos que las conspiraciones existen. La “suerte” de Natalio Alberto Nisman merece un tratamiento específico y casi desesperado por la envergadura institucional de su muerte, que en su tembladeral ya moduló por lo menos dos hipótesis distintas en la prosa presidencial. Podríamos decir que el Estado es el único paranoico legítimo porque debe agotar todas las opciones frente a un hecho. Pero podríamos decir también que la Presidenta podía haber elegido hablar por “encima” de los hechos, con una palabra que transmitiera tranquilidad social, y no como “parte”, en un hecho intrincado e inaccesible para cualquier argentino de a pie. La muerte de Nisman ocurrió adentro de un pantano estatal de agua electrizada.

En 2014 la SI (ex Side) contó con 1.800 millones de pesos de presupuesto para sus, al menos, 2.000 empleados. Desde 1983 conjuga el doble estándar de la subordinación y valor a las necesidades presidenciales de turno y la autonomía para sostener su propio poder. Pasan los gobiernos, quedan los artistas de la inteligencia. Ahora se viraliza el nombre de Jaime Stiusso, un agente que ingresó en 1972, y que parece -como Magnetto con Clarín- encerrar algún tipo de clave metafórica, de condensación significativa sobre la existencia de otro “poder permanente” en la Argentina, según el trazo narrativo de un kirchnerismo promedio. El único político argentino que enfrentó a Stiusso, que expuso su foto y su nombre públicamente fue Gustavo Béliz. Un desterrado que el 25 de julio de 2004, en el programa Hora Clave, luego de que Néstor Kirchner le aceptara la renuncia como Ministro del Interior, dijo: “Me echaron por nombrar la palabra maldita de la política argentina: SIDE (…) una especie de agujero negro, (donde) se manejan fondos sin rendición de cuentas. Constituye un Estado paralelo, una policía secreta sin ningún tipo de control: la maneja un señor al que todo el mundo le tiene miedo porque dicen que es peligroso y te puede mandar a matar. Ese hombre participó de todos los gobiernos y se llama Jaime Stiusso”.

La “pista iraní” era una política de Estado, aún una política de Estado sin gobierno, como quedó demostrado cuando el Memorándum de Irán (una política sin ningún resultado y que mostró las costuras rotas de la diplomacia) sacó los pies de ese plato. Esa pista era el hilo de metal entre cualquier gobierno y la política permanente de la ex Side (y su relación con CÍA, Mossad, etc.). De modo que a la “autonomía” de la Side se le opuso la “autonomía” de un Estado que intentó construir un nuevo camino por fuera de las pautas de la fiscalía de Nisman y del propio Stiusso (la SI), con quien, a pedido expreso de Néstor Kirchner, originalmente Nisman debía trabajar. Kirchner asumió esa pista como hoja de ruta, nunca se corrió de ella. De modo que lo que estalla en la muerte de Nisman salpica de sangre los azulejos interiores del poder político. Stiusso, de convertirse en el nuevo villano (y méritos hizo), no fue un aliado empresarial como Héctor Magnetto hasta 2008, o un aliado político como Sergio Massa o cualquier peronista díscolo hasta 2011 o 12, sino una figura incluida en el esquema operativo de la gobernabilidad durante esta larga década. Fue el jefe operativo de la ex Side, aún en sus internas, sus Pocino, etc. Y fue “central” porque resultó un articulador de ese doble estándar de servicio al poder y autonomía de poder. Porque lo que Stiusso fue en estos años, de alguna manera, también el Estado argentino lo fue.

Como dijo John Le Carré: “Los Servicios son la única expresión auténtica del subconsciente de una Nación”.

Se nos volaron las chapas. 

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