Editorial
La narcocultura y el problema del mal en la sociedad
Por Esteban Eseverri
En nuestro país han aparecido crímenes cada vez más violentos durante la última década. Todavía hay quienes piensan en los delincuentes con la vieja y cinematográfica idea del “ladrón bueno” o “antisistema”, que es muy posible que no se haya dado nunca fuera del cine.

Desde que el ser humano probó vivir en comunidad, pese a los problemas que ello genera, ha insistido en esa solución, una trayectoria conocida como “principio de insistencia societaria”. Tal vez el mayor inconveniente ontológico para esa vida en comunidad es qué hacer con quien viola las normas, con quien se comporta de una manera malvada con su semejante.

Es evidente que en nuestro país han aparecido crímenes cada vez más violentos durante la última década. Todavía hay quienes piensan en los delincuentes con la vieja y cinematográfica idea del siglo XIX, o aún del XX, del “ladrón bueno”, o “rebelde” o “antisistema”, que es muy posible que no se haya dado nunca fuera del cine.

¿Qué hacer como comunidad con esta voluntad maligna, que causa daños más allá de la satisfacción del móvil del delito? ¿Por qué matar, por qué golpear si ya se ha obtenido el botín? ¿Existen nuevos delitos a partir de la instalación de una “narcocultura” promovida por el narcotráfico?

Es difícil contestar esas preguntas, en primer lugar, por la falta de estadísticas oficiales creíbles, y en segundo lugar, pues aún cuando las hubiera, al igual que en los países centrales, existe la llamada “cifra negra de la criminalidad” un espacio delictual que queda fuera del alcance del Estado, sea porque las víctimas no denuncian, o porque el delito no llega a ser detectado por el sistema penal.

Está bien claro que el problema del delito, y de que se agrave su maldad, atraviesa todas las esferas de la vida de un ciudadano, repercute en su esfera privada, modifica como vive su vida pública e interpela la esfera de los políticos, que a menudo no saben bien cómo responder a esta problemática: se acusan unos a otros, o intentan usufructuar el tema coyunturalmente en su derrotero político.

Sin embargo, para que una comunidad funcione es indudable que no sólo el Estado sino el conjunto de la población debe comprometerse en el funcionamiento de ciertos principios que permitan trabajar sobre estructuras injustas: si no hay premios para quién se esfuerza, ni solidaridad, fraternidad e incentivo para quien desee progresar en base al esfuerzo, es muy difícil obtener un acuerdo sobre como, por qué y a quien castigar cuando se produzcan ataques sistemáticos contra la comunidad o particulares, contra miembros de ésta.

El llamado “crimen trasnacional organizado” (TOC por sus siglas en inglés) aprovecha para instalarse donde detecta que le es útil, y donde existen espacios de impunidad. En este sentido a la clase política le corresponde la mayor responsabilidad al menos de no generar zonas “anti-sherwood”.

Con ellas nos referimos a esos lugares que por desidia o por olvido se convierten no en las zonas románticas de la literatura y el cine donde “ladrones buenos” roban a los ricos para dar a los pobres, sino en verdaderas junglas, donde todos se enfrentan contra todos, y donde no existe el más mínimo romanticismo, sino una colección de ciudadanos honestos convertidos en víctimas por quienes no lo son.


Es urgente avanzar en una comunidad más justa, mi “villano favorito” no existe, fuera del cine no hay “malos buenos”: la “narcocultura” trivializa el mal, banaliza el bien, relativiza el valor de la vida humana.

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