Editorial
La rendición de cuentas
Por Miriam Ivanega
La democracia lleva ínsita la rendición de cuentas. Y en ese ámbito, la primera idea rectora que se desprende de su naturaleza, es que a través de ella se controla el poder político, sin eliminarlo. Es decir, que presupone el ejercicio de poder, aunque aspira sacarlo a la luz. Transparencia, eficiencia y austeridad son propias de ese deber.
La democracia lleva ínsita la rendición de cuentas. Y en ese ámbito, la primera idea rectora que se desprende de su naturaleza, es que a través de ella se controla el poder político, sin eliminarlo. Es decir, que presupone el ejercicio de poder, aunque aspira sacarlo a la luz. De ahí que los ejercicios confidenciales de rendición de cuentas, que se realizan a puertas cerradas, carecen de credibilidad. Transparencia, eficiencia y austeridad son propias de ese deber.

Rendir cuentas implica en ciertas ocasiones la respuesta a preguntas incómodas; y al revés, la exigencia de hacer preguntas incómodas. Si la información fuera perfecta y el ejercicio del poder transparente, no habría necesidad de exigirla. El poder nunca es mudo, si lo fuera estaría fuera de la ley.

Su importancia como pilar del Estado moderno, ya se encontraba contemplada en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuyo artículo 15 fijaba que “La sociedad tiene el derecho de pedir cuentas a todo agente público de su administración”.

La rendición de cuentas existe en la medida que se gestiona, se actúa en nombre de otro, a quien se le deben explicaciones, que se encuentra prevista en los Códigos Civil y Comercio.

Es claro que ella, es un legítimo instrumento para combatir la corrupción, que permite dar credibilidad a la gestión pública.

Por eso, preferimos considerar la rendición de cuentas desde dos perspectivas. La primera, vinculada al acceso de la información y al deber de poner en conocimiento de la sociedad la actuación de todos funcionarios.

En ese sentido, en el Código Iberoamericano de Buen Gobierno del año 2006 se destaca que la responsabilización y la transparencia deben ser particularmente válidas “para el alto escalafón gubernamental, de tal manera que los patrones de calidad y comportamiento ético deben ser respetados por todos aquellos que ocupan cargos públicos y no sólo por los funcionarios de carrera”.

Sin la apertura hacia la sociedad, es imposible concebir a la rendición de cuentas en el sistema democrático. Una Administración Pública abierta al acceso a la información, muestra como mínimo cinco ventajas: 1. un público mejor informado puede participar de mejor manera en el proceso democrático; 2. el Congreso, la prensa y el público deben ser capaces de dar seguimiento y vigilar adecuadamente las acciones de gobierno, ámbito en el cual los actos secretos son un impedimento mayor para la rendición de cuentas; 3. los agentes públicos toman decisiones importantes que afectan a muchas personas, de manera que para estar sujetos a rendición de cuentas, la Administración debe ofrecer amplios flujos de información acerca de sus actividades; 4. mejores flujos de información generan un ejercicio de gobierno más efectivo y contribuyen a un desarrollo más flexible de las políticas públicas; 5. mejora la colaboración pública con el gobierno (el destacado nos pertenece).

Ahora bien, sin perjuicio de la naturaleza y los efectos sobre los que reposa la rendición de cuentas, lo cierto es que en el ámbito nacional no existe un régimen general y uniforme que establezca dicha obligación en periódica o, por lo menos, al concluir la gestión. La Ley 24.156 no fija una regulación sobre su ejercicio, y la Cuenta de Inversión que anualmente se presenta no puede ser equiparada a esta obligación.

Si bien, esta omisión legal no libera al funcionario, no existe una reglamentación específica que fije la oportunidad, modalidad y ante quien debe rendir cuentas, en el caso de alejarse del cargo la explicación del desarrollo y consecuencias de su gestión dependerá de alguna solicitud judicial, ya que el control a través de la Cuenta de Inversión es selectivo, fuera de tiempo y abarca la gestión global de un ente, organismo o programa.

Distinto es el caso de la Ciudad de Buenos Aires, ámbito en el que setomó como modelo el régimen nacional de Administración Financiera (Ley 70), pero en el que se previó que: Los/las responsables de programas y proyectos y sus superiores jerárquicos cuando se alejen de sus cargos deben redactar un informe final sobre su gestión. Dicha presentación no puede demorar más de un mes, debiendo recibir la colaboración de quienes fueron sus asistentes y prestándola a quien legítimamente lo/la suceda. La tarea es remunerada (artículo 25 de la Ley 70).

Esta norma fue reglamentada por el Decreto 1000/99. Por Disposición 23/07 de la Dirección General de la Oficina de la Gestión Pública y Presupuesto de la Ciudad se fijó el contenido del informe final y la obligación de publicar la aprobación del mismo.

Podrá aludirse a que estos preceptos legales no satisfacen todos los supuestos de rendición de cuentas; pero es un avance importantísimo en la materia, que merece destacarse.

En cambio, la intención que parece haberse plasmado en la Ley 24.156 de incluir a la rendición de cuentas como un deber permanente, ínsito a la función, no sujeto a las viejas formalidades del Tribunal de Cuentas, ha fracasado y los resultados están a la vista.

Porque por sobre todo, no estamos ante una simple transmisión de información, sino frente a la explicación del uso de todos los recursos de los que dispuso un funcionario público.
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